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Hambre y frío, la vida cotidiana de Afganistán

Justo después del amanecer, el cielo es de un gris glacial de invierno. Filas de figuras harapientas se apiñan en un campo lleno de barro helado, mientras esperan al jeep que les lleva pan. Los niños tosen y lloran por el frío, pero su presencia es fundamental, porque cada miembro de la familia tiene derecho a una hogaza. Los policías de turbantes negros descollan sobre la multitud y gritan para que la gente mantenga el orden. Las mujeres cubiertas de velos azules se encogen y ruegan mientras los policías golpean a la muchedumbre. Por fin, se acercan los jeeps. Hay hombres a los que les faltan piernas, que se acercan cojeando con sus muletas. Mujeres que empujan a sus hijos. Manos que se estiran para agarrar las preciosas hogazas marrones y abrazarse a ellas para aprovechar su calor. Luego, las familias se apresuran a volver a casa para hacer la que tal vez sea su única comida del día.A esta situación han llegado decenas de miles de personas en Kabul, mientras la capital se enfrenta a su cuarto invierno bajo el régimen islámico de los talibán y al primero con las sanciones económicas internacionales; una lucha contra el hambre, el frío y las enfermedades que ha reducido la vida diaria a una primitiva rutina de pedir, hurgar o regatear.

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Nadie parece morir de hambre, pero más de 250.000 personas dependen de los programas gratuitos o subvencionados de abastecimiento de pan a cargo de los organismos humanitarios internacionales. El Programa Mundial de Alimentos de la ONU tiene 37 panaderías subvencionadas y el Comité Internacional de la Cruz Roja reparte pan rico en proteínas en media docena de lugares. "No vemos una desnutrición como la de África, pero la gente tiene que aguzar el ingenio para sobrevivir", explica Marcus Dolder, que dirige el programa de la Cruz Roja. "Aquí, un sueldo mensual vale menos que un paquete de Marlboro, y nadie puede vivir de él", continúa.

La economía de Afganistán se encuentra en punto muerto tras dos décadas de guerra, primero contra las tropas soviéticas y luego entre distintas facciones rebeldes. Desde que la milicia de los talibán se apoderó de Kabul, en 1996, el régimen ha dedicado la mayoría de sus escasos recursos a acabar con las bolsas aisladas de resistencia militar en el norte, y ha dejado poco para reconstruir hospitales, carreteras, centrales eléctricas o fábricas.

Al mismo tiempo, el mundo ha rechazado a los talibán por constituir un régimen ilegítimo y fundamentalista que impone una versión radical de la ley islámica y niega a las mujeres el acceso a la educación, el empleo y la asistencia médica. Estados Unidos ha prohibido el comercio y las inversiones debido a los ataques terroristas contra dos de sus embajadas en África, presuntamente organizados por Osama bin Laden, un fugitivo de Arabia Saudí que vive en Afganistán.

No existen datos económicos fiables de Afganistán desde hace años, pero en 1991, según los cálculos de la ONU, el Producto Interior Bruto por cabeza ascendía a 155 dólares (unas 26.000 pesetas), uno de los más bajos del mundo. El país es un gran productor de opio, que -se calcula- aportó unos ingresos de 183 millones de dólares en 1998.

Naciones Unidas, que el mes pasado lanzó una petición de 221 millones de dólares para ayudar a Afganistán, calcula que el índice de analfabetismo del país alcanza el 70 %. Sólo el 35 % de la población tiene acceso a la asistencia médica, y el índice anual global de mortalidad infantil es superior al 200 por 1.000. Por la noche, las temperaturas caen muy por debajo de cero. Las familias que pueden permitirse comprar unos cuantos kilos de carbón se agolpan en torno a unos braseros llamados sandalis o hacen fogatas sobre sus suelos de barro. Quienes no pueden pagar el combustible, comparten mantas.

En varias partes del país, sobre todo en el nordeste rural en el que continúa la lucha, las autoridades afganas y los funcionarios internacionales aseguran que las condiciones son todavía peores. Naciones Unidas ha logrado, a través de negociaciones, que los talibán les permitan llevar suministros de ayuda al otro lado de la línea del frente en el norte, pero la nieve y las carreteras impracticables lo han impedido. "Siento gran compasión por la gente", declara Abbas Stanikzai, viceministro de Salud Pública. "Hacemos lo que podemos, pero sólo conseguimos ofrecer la mitad de la asistencia sanitaria que necesita una persona normal. Nuestro país está destruido y el mundo nos ha aislado. Si todo el mundo sigue condenándonos, en lugar de ayudarnos, ¿cómo podemos comenzar la reconstrucción?".

Sin embargo, no todos en Kabul viven en precario. Aún existe una pequeña clase media de profesores, médicos y burócratas que permanecieron aquí cuando la mayoría de sus colegas huyeron. Pero muchos de ellos habitan en los apartamentos de la época soviética, fríos, húmedos y sin calefacción, y casi todos ganan menos de 5 dólares al mes. En el otro extremo del espectro económico se encuentran las víctimas de la interminable guerra civil: miles de refugiados que han huido de los combates en el norte y miles de viudas y huérfanos de guerra que piden dinero en los bazares, buscan ramitas para hacer fuego y ofrecen sus servicios como limpiabotas ambulantes o van de casa en casa con un incensario.

Ziamuddin, de 12 años, cuyo padre murió hace tres años, pasa cinco horas diarias llamando a las puertas con su incensario, en la esperanza de que alguien esté dispuesto a pagarle unos centavos a cambio de una bendición ritual. Sus seis hermanos pequeños pasan el día mendigando. Por la noche cuentan lo que han logrado reunir, alrededor de 50 centavos entre todos. Ninguno de los siete niños ha ido jamás a la escuela, aunque Ziamuddin se ha inscrito recientemente en un programa de educación para chicos de la calle.

Los bazares de Kabul son un impresionante contraste de escasez y abundancia. Los carritos están llenos de zanahorias y coliflores, porque la gente no puede permitirse los precios, y en los estantes cogen polvo las latas de té indio y mermelada inglesa. En todas las esquinas hay mujeres y niños que piden, y casi todas las personas que van a comprar apenas pueden permitirse patatas o arroz.

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