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Ninguna globalización sin representación JOSEP M. MUÑOZ

Entre las diversas imágenes que nos han llegado de la reciente cumbre de la Organización Mundial del Comercio celebrada en Seattle, donde las protestas de las organizaciones sindicales y sociales han sido duramente reprimidas por la policía, destacaría una en que podía verse a unos manifestantes que llevaban una pancarta donde se leía: "No globalization without representation". Esta consigna -"no a la globalización sin representación"- evoca, casi literalmente en la letra y plenamente en el espíritu, el lema adoptado por quienes, hace ya más de doscientos años, propugnaron la independencia de América del Norte respecto de la metrópoli británica: "No taxation without representation". Con él, se sentaba uno de los principios básicos que alumbraron el nacimiento de Estados Unidos de América. A saber, que en una democracia no era lícito estar sometido a impuesto alguno ("no taxation") sin poder estar, a cambio, representado políticamente como ciudadano y como contribuyente, para poder decidir así el destino de los recursos recaudados.Este principio sacrosanto de la democracia norteamericana fue recordado hace pocos años en el Informe Ford, redactado por el europarlamentario británico del mismo nombre, acerca de la inmigración extracomunitaria en la Unión Europea. En él se sostenía que iba a ser muy difícil compaginar la negativa de los estados a conceder derechos cívicos -entre ellos, el derecho al voto- a los inmigrantes no europeos con la exigencia de que pagaran, como todo el mundo, sus impuestos, y que tarde o temprano -más bien temprano, propugnaba el mencionado informe- debería resolverse esta flagrante contradicción democrática. (Por cierto, cabe añadir entre paréntesis que pese al tiempo transcurrido desde entonces nuestros residentes extracomunitarios siguen sin poder votar, ni siquiera en las elecciones municipales, que se han abierto ya a todos los ciudadanos de la Unión Europea).

Ahora, con su formulación adaptada a los nuevos tiempos de la mundialización, la pancarta de los manifestantes de Seattle resume, con una extraordinaria capacidad de síntesis, el meollo de la cuestión de la globalización económica. En una época en que el capital internacional ha triunfado, borrando toda frontera, circulando a velocidad de vértigo por las autopistas de la información, llegando incluso a determinar de forma impune el grado de salud de algunas divisas, lo que hay que reivindicar es la primacía de la política. La globalización es un estadio más del capitalismo, una fase superior de su desarrollo (prevista, cuando no auspiciada, por el propio Marx), frente a la cual lo procedente no es la condena inútil, sino la exigencia de un nuevo desarrollo democrático que, en un marco mundializado, asegure la representación política, democrática, de los países y de los ciudadanos y ciudadanas en la toma de las decisiones que afectan a ese mundo que es ya definitivamente global, uno.

La democracia cabe entenderla como un proceso de profundización, nunca como un estadio definitivo. Es, como todo concepto histórico, cambiante. ¿Acaso hablamos de lo mismo cuando hablamos de democracia hoy que cuando nos referimos a una época, no tan lejana, en que no se reconocía el voto femenino? ¿Es igual un país democrático que permite un referéndum por la autodeterminación que el que prohíbe constitucionalmente la confederación entre comunidades autónomas? ¿Es igual una democracia en que la justicia, o la hacienda, funcionan como funcionan en nuestro país que una donde lo hacen como, pongamos por caso, en Alemania? Por ello se equivocan quienes, desde posiciones naturalmente interesadas, hablan del fin de la historia, con la supuesta victoria final de la democracia liberal. Porque pocas veces la historia, entendida como cambio y como conflicto, ha estado tan viva como estos días pasados en Seattle.

Adam Smith, el gran teórico del liberalismo económico, dejó escrito que cuando los comerciantes se reunían para tomar café (o quizás era té: Ernest Lluch me corregirá) aprovechaban ese rato para conspirar contra los consumidores. La izquierda global ha entendido que la reunión de Seattle no debía convertirse en una reunión de comerciantes que conspiraban contra sus intereses. Por ello, no es ninguna casualidad que ahora, en la ciudad sede de Microsoft, que es como decir en el corazón del imperio, alguien nos recuerde, aunque sólo sea con una modesta pancarta, que las colonias piden legítimamente su derecho a tener voz y, sobre todo, voto en el nuevo concierto de las naciones. Y que, además, acaban por lograrlo, porque la historia no ha llegado ni mucho menos a su fin, puesto que nunca se detiene.

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