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Democracia herniada ANTONI PUIGVERD

Leo con infinita desgana las crónicas del juicio del deprimente caso Lasa-Zabala. Y veo con hastío los tipos esperpénticos (el agente que llegó en calzoncillos, el general con su ajada retórica de conquistador, el político que envejeció entre moquetas y mentiras). Nuestra democracia tiene lo que los médicos llaman hernia de hiato, una especie de vía muerta en el esófago que dificulta la digestión y provoca frecuentes regurgitaciones de las sustancias ya instaladas en el estómago. Estamos regurgitando una vez más un pasado deplorable, inquietante y oscuro. Deplorable no sólo por las muertes, con sobreprecio de tortura; inquietante no sólo por la precisión con que aparecen dibujadas las cloacas del Estado; oscuro no sólo por el silencio culpable de las personalidades socialistas que, por acción u omisión, ampliaron las cloacas heredadas del franquismo. Deplorable, inquietante y oscuro también porque en el bando de los investigadores y de los escandalizados abundan aquellos que actuaron y actúan no por afán regenerador, sino excitados por un voraz apetito de poder económico, mediático y político. En el agrio sabor de la regurgitación se mezclan, pues, estos dos componentes: por una parte, el recuerdo de la pérdida de la virginidad democrática de los socialistas y, por otra, la confirmación de la existencia de un boyante populismo que mezcla sin rubor resentimiento e hipocresía democrática. Este populismo (sobre él se edificó Aznar) ha colonizado grandes espacios mediáticos y, a pesar de tener menos ideología que agresividad, funde modos y tradiciones muy castizas (del arribismo comercial al franquismo residual, de la demagogia barata al ventajismo inteligente). No hay que descartar que, en futuras situaciones de crisis, este populismo derive hacia postulados más peligrosos. Los modos de Gil y Gil son ya, de hecho, una caricatura de este espacio mental, y son menos caricaturescas, pero bastante explícitas, las recientes excursiones extremistas del Gobierno de Aznar a propósito de la espinosa cuestión de los inmigrantes.

Para muchos votantes de izquierda moderada, para muchos observadores alérgicos al arribismo y, en general, para la mayoría de las personas amantes de la sensatez, la regurgitación legal del caso Lasa-Zalaba es una experiencia rara y amarga. Rara porque produce el asfixiante síndrome del bocadillo: obliga a escoger entre el barato populismo de unos y el culpable silencio de otros. Y amarga porque fuerza a paladear, una vez más, el sabor de la decepción.

Fue enorme y excepcional la confianza que congregaron los socialistas en 1982. Era inevitable que la perdieran. Los desgastes y errores son ineludibles. Pero la exhibición pública de este pozo negro (el pozo de la muerte, la tortura y la violación de los derechos democráticos) coloca a los votantes potenciales del PSOE frente a un dilema ético tan abusivo y doloroso que sólo puede ser calificado de imperdonable. Cualquier persona inteligente entiende que el error es consustancial a la labor política en cuanto labor humana. La corrupción, por ejemplo, aun siendo espectacular y grotesca como la que protagonizó el inefable Roldán, trasunto contemporáneo del pícaro barroco, es humanamente comprensible y, mediante castigo político y judicial, reversible. La ola de corrupción que protagonizó el PSOE lo habría castigado en las urnas, pero ella sola no habría sembrado, como sembró el conocimiento de las barbaridades ahora juzgadas, la sal de la inmoralidad en el corazón de su público potencial. La decepción que estos días regurgitamos no tiene retorno. No hablamos de un error. Hablamos de un pacto que el Gobierno democrático hizo con el diablo antidemocrático.

Este pacto puede tener muchas justificaciones. Una vez, un alto personaje me explicó su versión: los GAL existían ya desde los tiempos de Franco, y cuando llegaron ellos al Gobierno, en el apogeo de las carnicerías etarras, era imposible, al parecer, limpiar las cloacas del Estado y, a la vez, luchar contra ETA. Limpiar las cloacas implicaba paralizar la lucha antiterrorista, con lo que la carnicería de los etarras habría alcanzado límites insoportables. De manera que, según me contó, hubo que esperar algunos años antes de hacer limpieza, durante los cuales -de la misma manera que un cáncer aparecido en un órgano se traslada a otro- algunos cargos socialistas coquetearon y colaboraron con los más aventajados agentes de las cloacas. Es una versión que tiene sentido. ¿Qué habríamos hecho, querido lector, usted o yo, situados ante tal dilema: favorecer la carnicería de ETA o favorecer las mafias y los peores vicios policiales?

Uno debe tener en cuenta esto antes de opinar (es cómodo moralizar tecleando en soledad, mientras un delicioso sol de otoño entra por la ventana). La realidad es perversa y muy pringosa. Parece casi inevitable que los políticos se ensucien en ella. De acuerdo. Pero los políticos, especialmente aquellos que apelan a las grandes palabras humanitarias (estos días, por ejemplo, criticando el recorte de la Ley de Extranjería), deberían no olvidar que, más que gestores, son fundamentalmente coordinadores de sentimientos y valores democráticos. Es decir: oficiantes de una liturgia civilizadora. Y que, por lo tanto, sólo existe una posible remisión del pozo negro. La solución quirúrgica. Cirugía radical, como se dio en Francia. Revocación completa de los dirigentes y protagonistas de aquella triste historia.

Esta cirugía no se producirá. No es necesaria para ganar elecciones o para mantenerse en lo alto. No pasa apenas nada obligando a los votantes una y otra vez a regurgitar los ácidos de la decepción moral. No se producirá la cirugía y el PSOE continuará siendo uno de los dos grandes partidos. Pero a costa de erosionar más y más el sentido de la política, ya muy frágil en estos tiempos inciertos. Mientras siga vigente la generación al amparo de la cual se produjeron los hechos que ahora se juzgan, una pesada bola negra condicionará los reflejos políticos de una gran porción de electores. Muchos votarán con la nariz tapada. O como mal menor. O dejarán de hacerlo. Emparedados entre la decepción y la hipocresía, entre la deserción moral y el populismo.

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