Globalización
LUIS MANUEL RUIZ
Con gesto de estudiada neutralidad, el presentador de los informativos recurrió a expresiones consagradas como batalla campal, estado de alerta, toque de queda y otras e introdujo el vídeo en que Seattle aparecía en llamas, invadida por una horda de jovenzuelos encapuchados y armados con palos y tuberías de plomo, que volcaban irresponsablemente los coches que encontraban por la calle y prendían fuego a neumáticos y contenedores de basura. La barbarie llegaba más lejos: a fuerza de patadas e impactos de los más exóticos proyectiles, habían terminado por ceder las cristaleras de muchos comercios reconocidos por su amplio prestigio internacional. Joyerías, bancos, boutiques sometidos al pillaje de aquella bandada de cafres, cuyos objetivos al realizar semejante tropelía no quedaban demasiado claros bajo el recuento de catástrofes de la voz en off y el estallido de los disparos de los antidisturbios. Concluido el vídeo, el presentador volvió a la pantalla y anunció con su voz aséptica:
-Y ahora seguimos con la violencia, pero por un motivo bien distinto.
A continuación la cámara tomaba el asalto de los trabajadores de astilleros de Puerto Real del puente de Carranza, la destrucción de la torre de control, los muchos neumáticos inmolados frente al pelotón de policía que rompía el aire a golpe de pelotazos. Las carreras, los rostros encapuchados, la indumentaria medieval de la fuerza del orden eran indistintos aquí y en Seattle, en una esquina de los afortunados USA y en la desembocadura de la península, idénticas las fogaradas y el humo negro. Y me pregunté si de veras aquellas protestas y éstas eran diferentes en el fondo, ya que no en la forma, si la pataleta contra el omnipotente Comercio mundial y la desobediencia de unos trabajadores que ven cómo su empleo se les asfixia podía obedecer a motivos paralelos. Y hallé que sí, que aquellos manifestantes armados de palos que corrían delante de la policía eran cachorros de la misma camada, víctimas de la misma tiranía, la de la globalización.
Acusar a cualquier colectivo de haber perpetrado actos de violencia aun en el supuesto de reivindicaciones legítimas es la censura más efectiva que cabe en un medio de comunicación. Pero uno se cuestiona qué le queda a alguien que ha visto agotados todos sus cauces legales de protesta y halla que el sistema no sólo le escucha con una inútil sonrisa en los labios para a continuación volverle educadamente la espalda, sino que, es más, le incita a protestar cuantas veces lo desee porque es un derecho democrático y porque sabe que otra instancia más no hace bulto en la carpeta. Ciertamente la violencia puede ser nociva, pero la sordera de la sociedad y los Estados ha venido a ratificar que constituye el aldabonazo a la conciencia más perentorio que hay, la única salida drástica que se permite a los postergados. Todas estas entelequias de gran altura como el Comercio o la Nación se sirven del rasero de lo global para medir los diminutos problemas de la ciudadanía, y es normal que así los engorden: desde el ojo infinito de Dios, dice Leibniz, las hambrunas, cataclismos y penurias son meros trámites burocráticos para alcanzar un mundo mejor. Mejor para quién, me pregunto. No desde luego para quien tiene que defender su pan y sus convicciones con hondas cargadas de tornillos.
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