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Un sabor a asombros primigenios

La etnografía y la lingüística han ido de la mano casi siempre. Y cuando no, casi siempre malo para ambas. Palabras y cosas se llamó, y se llama, una escuela muy sólida de investigación que propugna, sencillamente, no separar con el método lo que la realidad proporciona unido. Que el flujo verbal es también el flujo de la materia cotidiana, aquello todo en que los hombres se afanan por vivir -engañando a la muerte-, y la manera de nombrarlo. Ocurre así que los cacharros donde se cocina, el bordado en que se traman los sueños de la doncella, las artes del hacha en el alcornocal, con sus nombres precisos y preciosos, son partes de un todo inseparable. Y así es como ha de proceder el que investiga, rehuyendo la grisura de la teoría en favor del verde y dorado árbol de la vida.Por suerte, no es raro que estudiosos de la realidad cotidiana, allegados de los más peregrinos territorios, se acaben doblando de lingüistas y de etnógrafos, con resultados estimables. Es el caso de El habla de los pueblos de Cádiz (Diccionario rural)(Quorum libros, 1999), de Paz Martín Ferrero.

Es esta zamorana, afincada en Cádiz, catedrática de Biología en el Instituto Columela, también psicóloga y colaboradora de la página de medio ambiente en Diario de Cádiz. Defensora de la figura de Celestino Mutis y con un par de docenas de libros a sus espaldas sobre plantas y faunas diversas.

Se conoce que un día, después de haberse fatigado la provincia entera durante más de seis años, se dio cuenta de que una infinidad de notas que había ido tomando se salían con creces del objetivo principal de su búsqueda, la botánica, y empezó a ordenarlas alfabéticamente. Bueno, también se conoce que su amor es ilimitado por la belleza menuda de las cosas, el paisaje y las personas, que es de lo que se trata.

Estamos, pues, ante uno de esos vocabularios andaluces hechos al revés de lo que estipulan algunas normas. No a partir de un cuestionario previo -como se hizo el gran Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía, desde luego mucho más científico- sino del más improvisado de todos los cuestionarios, el que impone la realidad con la que uno se va encontrando.

Por eso trasmina este libro de Paz Martín Ferrero los asombros primigenios de quien fue topándose con costumbres, objetos y términos, a punto de perderse muchos de ellos, igual que quien descubre un endemismo, una planta rara.

Lo mismo un topónimo que el lenguaje subterráneo de los contrabandistas de Gibraltar, la anchura de los caminos medida en varas como los quintales de cuarenta y seis kilos, las mantas de Grazalema, los trece nombres que recibe el brezo, según variedades y pueblos, las siete variedades del camarón (de poza, de estero, de porreo, porrúo, tigre, caletero, catalineta), amén de animales, utensilios, labores, accidentes geológicos...

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A voleo, reseñaremos: alfán (banco sobre el que asienta la piedra solera en los molinos), cimero (venado que tiene querencia por las cumbres), coger un seguido (hacer una cosa sin parar y sin descanso), esparrabarse (perder el compás en el baile o en el cante), levantá (levantada del atún, recoger la red llena de pesca)...

Y todo ello sin hacer distingos entre vulgarismos, coloquialismos o meras variantes fonéticas, es decir, con una ingenuidad lingüística que, lejos de ser un escollo, se antoja maravillosamente natural, según es la vida misma.

Solamente un reparo debemos hacerle a este vocabulario, que acopia demasiadas palabras de uso general no sólo en Andalucía, sino en toda España, y a menudo con la definición misma que da el Diccionario de la Academia. Sin ella, hubiese perdido bastantes páginas, pero también hubiese ganado en intensidad y autenticidad.

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