Por un comercio que respete y beneficie a los ciudadanos
Para analizar con una cierta perspectiva el significado de la conferencia de la OMC que se está celebrando en Seattle es preciso referirse antes al proceso de mundialización de la economía de los últimos tiempos. Una mundialización que no lo es tanto, si tenemos en cuenta que casi todo el continente africano y extensas zonas de Asia y Latinoamérica quedan prácticamente fuera, al no interesar suficientemente al capital. Es, igualmente, significativo que más del 70% de las grandes multinacionales sean estadounidenses, mientras que apenas un 5% pertenezcan a algún país en vías de desarrollo.Por otro lado, la globalización está produciendo una concentración cada vez mayor del poder económico. Baste recordar que las 200 empresas más importantes del mundo controlan el 25% de la actividad económica del planeta, aunque sólo emplean al 0,75% de la mano de obra de la población laboral mundial. Pero es que, además, la mundialización no está resolviendo el problema del empleo ni la desigualdad social. En la actualidad, aproximadamente 1.000 millones de trabajadores están desempleados y alrededor de 1.300 millones de personas viven en condiciones de extrema pobreza.
Es importante partir de estos hechos y no quedarnos en el mero comentario aséptico sobre los contenidos técnicos de la ronda de Seattle, según la tendencia actual de vaciar de contenidos ideológicos cualquier reflexión. Las organizaciones sindicales debemos dejar claro que bajo las diferentes posiciones ante la reunión de la OMC subyacen distintos planteamientos políticos: aquellos que consideran que el dios mercado y su hija predilecta, la competitividad, todo lo pueden y todo lo dirigen; y otros, que afirmamos con absoluta convicción que sólo con medidas correctoras ejercidas desde la razón social, desde lo público, desde lo civil, es permisible el capitalismo de este fin del milenio.
El sindicalismo internacional es consciente de lo que está en juego en la negociación de Seattle. Prueba de ello son las reuniones de la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) en esa ciudad norteamericana, en los días previos. El movimiento sindical internacional quiere abordar la conferencia de Seattle con planteamientos realistas. Las organizaciones de trabajadores no nos podemos permitir el lujo de edulcorar la realidad, pero tampoco debemos quedarnos en una postura de rechazo meramente testimonial. Las reivindicaciones que los sindicatos planteamos ante la conferencia de Seattle se articulan, fundamentalmente, en un concepto de la mundialización cuyas bases sean la justicia social, la democracia y la igualdad.
El movimiento sindical exige de la OMC que el comercio internacional respete las normas fundamentales del trabajo de la OIT: prohibición del trabajo infantil, abolición del trabajo forzoso, derecho de sindicación y de negociación colectiva y no discriminación en el empleo, entre otras. Proteger estos derechos no es poner trabas al progreso de los países pobres, como algunos pretenden, sino establecer unas bases mínimas para que se produzca un desarrollo sostenible.
Hay que avanzar, también, en los derechos de la mujer, cuya discriminación en la mayor parte del mundo sigue siendo intolerable. Respecto a los recursos naturales, es preciso establecer mecanismos de protección y evaluación, así como la implantación de etiquetados de información al consumidor sobre productos fabricados con métodos respetuosos a los trabajadores y al medio ambiente. Se debe garantizar, asimismo, la protección de la diversidad cultural. Hay que facilitar el acceso de los países en desarrollo al mercado con un compromiso financiero mucho más generoso de los países industrializados que incluya programas de ayuda comercial y la utilización de controles de capital para prevenir la inestabilidad financiera.
Uno de los grandes temas de discusión de la reunión de Seattle es el de la liberalización de los servicios. A este respecto, debemos defender el concepto de interés general. Esto es importante en todo el mundo, pero especialmente en los países menos desarrollados, donde debería establecerse un marco regulador que evite las presiones de las multinacionales sobre los gobiernos de estos países para que privaticen sectores donde el Estado garantiza la universalidad de ciertas prestaciones. Cuestiones clave como la sanidad o la educación no se pueden dejar en manos del interés privado, que no responde a un compromiso con los ciudadanos, sino a la rentabilidad de sus inversiones.
Otro de los temas de la agenda de Seattle es la comercialización de los productos agrícolas y alimentarios. Aquí se enfrentan dos concepciones opuestas: una basada en la calidad de las producciones y en los controles preventivos, que entroncaría con el modelo clásico rural y la protección pública al ciudadano y, otra, que se fundamenta en la agricultura intensiva, despreocupada del medio ambiente y que utiliza innovaciones técnicas no suficientemente contrastadas, como los organismos genéticamente modificados.
Debemos insistir, en todo caso, en la necesidad de subordinar el comercio a los intereses sociales. Esto exige, como primera premisa, un mayor desarrollo democrático en las estructuras de la OMC. Este déficit participativo no es nuevo y sólo puede conducir a conclusiones ineficaces. El ejemplo más cercano lo tenemos en el proceso de negociación del Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), gestado en el mayor de los oscurantismos y acreedor del más rotundo fiasco cuando se vio confrontado con el debate democrático. Este proyecto pretendía una total liberalización de los procesos inversionistas, restringiendo al mínimo las competencias estatales en todos los órdenes. La experiencia de los últimos años demuestra que políticas de este tipo lo que provocan es una transferencia acelerada de la riqueza hacia los niveles sociales más altos, en detrimento de los más desfavorecidos. Las cifras hablan por sí solas: el capital de las 225 personas más ricas del mundo equivale al ingreso anual del 47% más pobre de la población mundial.
Desde la perspectiva sindical nadie discute que la apertura de los mercados puede y debe ser un factor de progreso general y contribuir a reequilibrar la creciente brecha entre el nivel de desarrollo de los distintos países. Por ello, el movimiento sindical dice sí al comercio mundial, pero un sí condicionado al cumplimiento de las normas laborales, a la defensa del interés público, al respeto del medio ambiente y a un trato más justo hacia los países más débiles. Todo esto no puede lograrse desde unos compromisos difusos o desestructurados, sino que debe cimentarse en una normativa clara y en unos mecanismos de control eficientes y democráticos.
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