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No llores por Virgilio

LUIS DANIEL IZPIZUA

Me veo obligado a constatar un fracaso. Supuse que la palabra "cuerdo" iba a requerir explicación para mis alumnos y no me equivoqué. Antes de proseguir, les aclaro que mis alumnos ingresarán en la universidad el próximo curso, circunstancia que agrava la dimensión del fracaso. Se trataba de un examen, y había añadido la explicación del significado de algunas palabras -hipotálamo, tálamo- del texto a analizar, anticipándome a la posibilidad de que las desconocieran. No expliqué el de la palabra que me ocupa, "cuerdo", aunque temí que pudiera resultarles extraña. Así fue. Apenas habían transcurrido cinco minutos cuando un alumno me preguntó por esa palabra. Le respondí que en el texto quería decir sensato y, ¡oh asombro!, el alumno me miró con cara de sorpresa y me dijo: ¿y eso?, ¿qué significa sensato? Tampoco conocía esta palabra. Puntualizo que el alumno en cuestión puede exhibir un magnífico expediente académico y que muestra una encomiable curiosidad por las palabras. La aclaración vuelve a subrayar la dimensión del fracaso.

No me gusta levantar falsas liebres, pero tampoco soy partidario de eludir los problemas. Tampoco quiero limitarme a mi experiencia exclusiva, sino que pretendo transmitir una impresión generalizada entre mis compañeros profesores. Lejos de mí, finalmente, la intención de trasvasar la responsabilidad a otros niveles previos de enseñanza. Estoy convencido de que el significado de la palabra sensato yo no lo aprendí en la escuela. No sabría decir exactamente dónde lo hice, pero sólo se me ocurre una respuesta: en mi entorno -en mi casa, en la calle, en la escuela, en los libros, etc.-. El de hipotálamo seguramente lo aprendí en la escuela, pero esa otra palabra, "sensato", se podía aprender también en otros lugares. Valga otro ejemplo para explicar lo que digo. En otro texto a analizar, aparecía la palabra "enhiesto". La tuve que explicar, naturalmente, y en un guiño de complicidad se me ocurrió decir que significaba erecto, palabra estrella en mis tiempos a esas edades. Sospecho que habrán caído ya en la cuenta de que tampoco la conocían. Pues bien, estoy absolutamente seguro de que esa palabra yo no la aprendí en la escuela. Estoy también casi convencido de que mis alumnos han recibido en algún momento en la escuela algún cursillo o charla sobre sexualidad en el que esa palabra ha sido utilizada. Y sin embargo...

Yo no sé dónde se encuentra el fallo. Evito toda referencia explicativa a que esos alumnos sean euskaldunes o no. En este caso lo son, y podría servirnos de consuelo pensar que su conocimiento del euskera compensa las insuficiencias que muestran en la otra lengua. No parece, sin embargo, que sea así. Oigo a los profesores de euskera quejarse continuamente del nivel de conocimiento de esa lengua entre sus alumnos, no ya de modelo A, sino de modelo D. En cuanto a los alumnos castellanoparlantes, tampoco parece que el nivel de conocimiento de su lengua sea superior al de los del otro modelo. Añado que mis alumnos proceden mayoritariamente de la clase media, que muchos de ellos son hijos de profesionales, y que en la mayoría de los casos su idioma familiar es el castellano, circunstancias que hacen aún más misterioso el problema.

No quiero eximir de responsabilidades a mi profesión, pero a veces sospecho que a la escuela se le están imponiendo objetivos que por sí sola no puede cumplir, y eximiéndola de otros que sí podía lograr. La escuela nunca fue la única instancia social educativa. En ella se aprendían algunas cosas fundamentales, sólo algunas. Otras -y me refiero a las buenas- se aprendían también en otros sitios. Hablemos de la literatura, por ejemplo. Hoy se la enseña junto con el estudio de la lengua y como materia subsidiaria al conocimiento de ésta. En esa función, serviría como modelo para el bien hablar y el bien escribir. Pero esa función instrumental limita el alcance que tenía la enseñanza de esta materia: fundaba una tradición, mostraba las tensiones y rupturas en el seno de la misma, inducía al bien hablar y a escribir bien, ilustraba sobre los contextos culturales en que se producía, y constituía un placer estético en sí misma. Hoy se pretende que sirva en exclusiva a intereses tan espúreos como inculcar en los alumnos el gusto por la lectura.

"No llores por Virgilio -le dice Beatriz a Dante- pues tendrás que llorar por otra espada". A nosotros nos ocurre lo mismo, aunque quizás nos convenga llorar también por Virgilio. Pero de esto seguiremos hablando la próxima semana.

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