Máscaras en la selva
Pocos saben que en una pequeña colina cerca de Zinacantan, en tierras mayas, se encuentra el mixik" balamil, el ombligo del mundo, lugar desde donde los dioses deciden el destino de todos los humanos. Por allí pasó hace algún tiempo el incansable buhonero, siguiendo el sendero entre las ceibas, camino del tianguis. Corría el mes de octubre y llevaba un cesto de calaveras pintadas de rojo o, para ser más exactos, con una flor de colores en torno a un centro rojo sobre cada coronilla. Tiempo atrás había recorrido los mercados vendiendo imágenes del señor de Xibalbá, el dios barbudo que por mucho tiempo había sembrado la miseria en su región del inframundo. Pero, a pesar de tanta pleitesía, le había sido vedado exhibir su producto en Xibalbá, así que tuvo ir en busca de nuevos ídolos. Ahora, el vendedor de calaveras rojas ofrecía un nuevo idolillo, mucho más acorde con los tiempos, que desde la protección de una máscara ofrecía sus poderes mágicos con el doble acompañamiento de un rifle automático y de un ordenador adaptado para Internet. Es así como, en medio del tianguis, el vendedor ensalzaba su mercancía, clamando de paso contra un diablo perverso, culpable de todos los males, de nombre Pensamiento Único. Entre quienes le escuchaban se encontraba el Viejo Antonio, sabio campesino indígena recién huido de las páginas, empapadas en almíbar, en que le encerrara un cuentista metido a guerrillero. El Viejo Antonio no entendía bien cómo del idolillo, que le recordaba demasiado a su carcelero, y menos de esas calaveras, por muy bien pintaditas que estuvieran, podía salir la vida para los cuerpos enfermos de los indígenas y de todos los mexicanos. Así que le espetó al buhonero: "¿De qué murieron todos éstos? No vaya a ser que con la pócima venga a todos nosotros, no la salud, sino una enfermedad mucho peor que la que hoy padecemos". Y el vendedor de calaveras rojas no supo qué contestar y tuvo que marcharse a ofrecer el contenido del cesto a otros tianguis, dando finalmente, para su fortuna, con una abundante clientela en los supermercados europeos.También al modo de Rafael Guillén, el subcomandante Marcos, de la guerrilla en Chiapas, podría contarse la historia del peregrino ciego, pero más vale prescindir de la mala imitación de algo cuyo valor en sí mismo ya es cuestionable. En nuestro siglo, la especie ha proliferado desde que a fines de los años veinte, en el País de los Sóviets, aprendieran a organizar el turismo político para celebridades intelectuales. Anegado en atenciones, el ilustre visitante acepta con gusto la ceguera que sus anfitriones le tienen preparada, y se convierte en portavoz de las excelencias de ese sistema social cuyo funcionamiento se le ha ocultado cuidadosamente. Con Cuba pasará otro tanto, llegando a convertirse en un fenómeno de masas. Hay que reconocer que, en su reducto de Chiapas, el subcomandante Marcos es más selectivo, y busca la máxima publicidad eligiendo con cuidado los vips a quienes concede su atención, glorias del ayer revolucionario,como Régis Debray, o escritores afamados de hoy. Pero el resultado es el mismo. Por citar los dos últimos ejemplos, José Saramago y Manuel Vázquez Montalbán, el peregrino vuelve convencido de haber encontrado la verdad que oponer al triste imperio del neoliberalismo. "Chiapas es un lugar de dignidad, un foco de rebelión en un mundo patéticamente adormecido", proclama con hermosas palabras el escritor portugués en su epílogo al reciente libro del subcomandante Marcos, Desde las montañas del sureste mexicano. Vázquez Montalbán va más lejos. En su Marcos: el señor de los espejos encontramos la invitación a conocer "la primera formulación política del siglo XXI". El prozapatismo europeo ha nacido. Como diría un mozo de bar, "marchando otra de utopías".
Hay, no obstante, diferencias entre el texto de Saramago y el de Vázquez Montalbán. En la entrevista realizada por el escritor español, con el aderezo de un rosario de nombres y citas capaz de avalar a media docena de intelectuales de vanguardia, y eruditas alusiones de Marcos a la niña Marisol y a Joselito, lo que encontramos es el juego de palabras entre dos personajes conscientes de hallarse ante una invisible pantalla que contemplarán miles de espectadores. Chiapas es el pretexto que hace posible ese despliegue, pero, como ocurriera en el libro sobre Cuba, la realidad del movimiento zapatista, su relación con la base indígena, las aspiraciones efectivas de ésta, se encuentran pura y simplemente fuera de campo. El fraude de la teorización intelectual, desde lo indígena como trampolín a las generalizaciones sobre la aldea global, puede así desarrollarse impunemente, olvidando que esta maravillosa utopía, difundida por Internet y cifrada en ensayos literarios de valor más que dudoso, fue precedida en la historia por otras utopías de otros intelectuales dogmáticos que utilizaron la opresión del pueblo y un imaginario indigenista para hacer realidad paraísos de sangre. No fue el Pensamiento Único el que sembró la muerte de la cual proceden las calaveras rojas.
Para entender las posiciones del subcomandante Marcos vale la pena complementar los textos escritos "desde las montañas del sureste mexicano", salpicados de las enseñanzas del Viejo Antonio, sustituto del ausente pueblo indígena, o de ese quijotillo pedante que es el escarabajo Durito de Lacandonia, con los artículos con que Rafael Guillén incide sobre cuestiones de actualidad. Es aquí donde puede verse que, más allá del señuelo de un nuevo lenguaje, la cultura política en la que se inscribe el subcomandante no es otra que la del izquierdismo intransigente forjado en los años setenta. Sirva de ejemplo su artículo del 13 de octubre en La Jornada, respaldando sin argumento alguno la rigidez de los paristas que tienen ocupada la Universidad Autónoma de México y descalificando duramente a los profesores que intentaron una solución mediadora. El reformismo es el enemigo. Algo ya muy visto. Ahí encuentra su sentido la declaración de Marcos: "No vamos a organizar una fuerza política que dispute el poder, sino que organice una inversión del poder". Las apelaciones a la sociedad civil son una pura finta. La máscara no es un instrumento de la razón y de la libertad, sino el encubrimiento de una doblez cuyo contenido puede ya atisbarse en las formas de control ejercido por el Ejército Zapatista sobre esa población indígena en cuyo movimiento de protesta supo injertarse para convertirle en plataforma de sus objetivos.
A pesar de ello, la desconfianza ante la máscara zapatista no ha de llevar a defender otra máscara, la de un poder falsamente democrático que en México, entre otras opresiones, ha aplastado a aquellos mismos indígenas sobre los que fue construido el imaginario nacionalista de la burguesía. El puente hacia lo desconocido en que dice consistir el zapatismo no ofrece seguridad alguna. Pero sí es un síntoma, quizás necesario, del doble problema entrelazado del Estado mexicano y de su población indígena. En este sentido, cabe suscribir sin reservas las palabras de Saramago en su epílogo: "Viendo a los indios chiapanecos descubrimos nuevos rostros de la lógica del poder, tan igual siempre, tan inmutable a lo largo del tiempo, de las generaciones y de los usos políticos". Aunque todo indica que el zapatismo de Marcos no es sino una nueva variante de esa lógica de poder.
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