Cultura de riesgo
Tardó unos minutos en darse cuenta de que se había equivocado de acto. Alguien dijo una vez que en Madrid, a las ocho de la tarde, o das una conferencia o te la dan. Él formaba parte del público receptor habitual. Soltero, solitario, tímido y con pocos recursos económicos, los actos culturales con entrada libre y gratuita constituían el meollo que articulaba su vida social. Bendecía la fecha en la que, tras semanas de dudas y cogitaciones, se decidió a acudir por vez primera a una de las convocatorias anunciadas por el periódico.Había calibrado y sopesado hasta el hartazgo cuál sería la ocasión adecuada para su presentación en sociedad. Nada de pomposos actos académicos o selectos foros intelectuales en los que se hubiera sentido desplazado y tal vez descubierto y abochornado por su condición de profano infiltrado que pretendía dárselas de culto.
Por fin había elegido una exposición micológica. No es que supiera mucho de setas, pero la exposición y la charla complementaria se anunciaban precisamente como una pedagógica introducción al fascinante mundo de los hongos.
Para un ciudadano de asfalto no era ningún baldón de incultura no saber nada sobre micología, y además suponía que el público asistente a este tipo de actos sería más campechano, por campestre, que el de una conferencia sobre vanguardias artísticas o narrativas exóticas.
Aquella tarde se sintió feliz y brindó consigo mismo por el éxito de su elección con una copa de vino que los expositores ofrecieron después del acto, acompañada por canapés de champiñón y otras variedades propias del fascinante mundo de los hongos. El fascinante mundo de los hongos era el título de la exposición y de la enciclopedia por fascículos que se trataba de vender con aquella presentación y que él sintió cierto remordimiento por no haber comprado. Para superarlo, agradecido por las atenciones, aunque fueran puramente comerciales, que había recibido, adquirió por 500 pesetas un folleto con Las 100 mejores recetas de la cocina de las setas.
Desde aquel día se abrieron para él las puertas de un mundo nuevo que visitaba casi todas las tardes, sobre todo en invierno, cuando se agradecía la calefacción central y el calor humano, y en los largos veranos, cuando el ronroneo del aire acondicionado ponía sordina a los discursos y a los debates. Día a día se había ido impregnando de cultura, ciencia y conocimientos sobre las más variadas materias, de la egiptología a la ufología pasando por el budismo zen, la transvanguardia y los cultivos transgénicos.
Poco a poco había ido aquilatando sus gustos y sus especialidades, la agenda cultural madrileña daba para elegir y, además, podía orientarse por los consejos de sus nuevos amigos, veteranos cazadores de eventos, con los que había aprendido a colarse, siempre en grupo, en actos en los que se exigía invitación y en los que a veces regalaban algo o había barra libre.
Pero hoy se había equivocado de conferencia y ya era demasiado tarde. Su timidez le impidió levantarse cuando el conferenciante, un tipo estrambótico de largas melenas, enredaba barba y gruesas gafas comenzó a perorar con voz ronca. Evidentemente, no estaba hablando sobre la civilización sumeria y sus formas artísticas, sino sobre la legalización de la marihuana y sus beneficiosos efectos para la salud física y mental de sus consumidores.
Lo pasó fatal sentado en la primera fila porque aquel energúmeno clavaba en él su vidriosa mirada cada vez que hablaba de agentes represores, funcionarios hipócritas o políticos corruptos. Por una vez su discreta apariencia, su chaqueta y su corbata le habían traicionado.
A la salida no dieron copas, aunque tampoco trataron de venderle nada, pero cuando estaba a punto de huir, una mano anónima puso en la suya un canuto encendido y, por no quedar mal, dio unas caladas que le hicieron toser y empezar a ver a sus anfitriones como gente muy campechana y amable con tesis de lo más razonable. Ni siquiera le importó que sus amigos que habían asistido a la conferencia correcta le dieran de lado cuando le encontraron echando humo rodeado de tan malas compañías. Preguntó si había algo a lo que suscribirse y aspiró hondamente.
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