Economía de casino
IMANOL ZUBERO
Aparentemente seguimos manteniendo una relación reverencial con la palabra impresa. Aquella frase del procurador Pilato con la que, según narra el evangelio de Juan, zanja la discusión con los judíos sobre la inscripción que debía coronar la cruz donde agonizaba Jesús -"Lo escrito, escrito está"- destaca en el frontispicio de nuestro panteón de lugares comunes. En realidad, siempre es otoño para la palabra escrita. Las páginas de los periódicos son hojas volanderas con una existencia más fugaz que la de las delicadas mariposas. Apenas nacidas, son carne de reciclaje: recicladas en olvido tan pronto como el lector cierra el periódico, recicladas en nuevo papel cuando los diarios son depositados en los contenedores azules.
En septiembre, un estudio del epidemiólogo Joan Benach sobre la relación existente entre desigualdad social y enfermedades concluía que si la mortalidad fuera en toda España como en las zonas más ricas del país, cada año morirían 35.000 personas menos. En noviembre podíamos leer una noticia según la cual la Cámara de los Comunes británica ha decidido investigar las razones por las que los índices de supervivencia de los enfermos de cáncer son mucho más bajos en el Reino Unido que en el resto de Europa, sospechando que la causa puede estar en los fuertes recortes de fondos públicos que la sanidad sufre desde la ya lejana época de Thatcher. Y añadía que los médicos admiten que mienten a sus pacientes acerca de los tratamientos óptimos porque saben que la sanidad pública rechaza pagarlos cuando son muy caros.
Sin salir de ese país, en julio se publicaba la noticia de que cuatro millones de niños (un tercio de los menores de 18 años) malviven bajo condiciones de pobreza y que la cifra de niños pobres se ha triplicado en los casi veinte años de gobierno conservador. En octubre conocíamos que, según un informe del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, una de cada diez familias norteamericanas pasa hambre, una de cada seis en los estados de Tejas, Mississipi y Nuevo Méjico; en total, unos diez millones de personas. También en octubre podíamos leer que el alcalde de Nueva York pretende que los homeless paguen su estancia en los albergues con trabajos cívicos o, de lo contrario, serán expulsados. Hemos leído en agosto que la ONU denuncia a los países ricos por reducir un 24% la ayuda humanitaria desde 1992, poniendo así en grave riesgo la vida de 12 millones de africanos. A pesar de lo cual el Banco Mundial se opone a un perdón generalizado de la deuda -al menos "no en este milenio, quizás en el próximo", matiza con alegre cinismo su presidente James Wolfhenson- porque con esta medida "se desmoronaría todo el sistema".
Además, casi cada semana se han publicado noticias sobre fusiones de empresas acompañados de miles de trabajadores despedidos; sobre el incremento continuo de la siniestralidad laboral; sobre jóvenes aunque sobradamente preparados dispuestos a trabajar en cualquier condición (según un informe de Langai) y que, sin embargo, tienen tasas de paro superiores a quienes no tienen estudios (según un estudio de Manpower); sobre el insuperable obstáculo que la precariedad laboral supone para el reciclaje y la formación continua de los trabajadores; sobre la pérdida de poder adquisitivo de los salarios en unos tiempos de multimillonarias stock options, etcétera.
Nada de todo eso ha servido para abrir la mínima fisura en un discurso económico autocomplaciente, blindado de tal forma frente a los ataques de la realidad que para sí lo quisiera la ruinosa fachada del Hospital de Valdecilla. En su novela Amanecer con hormigas en la boca, Miguel Barroso caracteriza genialmente la clave del éxito de los casinos: "Las ganancias más insignificantes se pregonaban con campanillas y luces intermitentes; las pérdidas fluían silenciosas hacia la banca a través de conductos invisibles".
Eso mismo es lo que ocurre con las noticias económicas. Al fin y al cabo, ¿no se ha denominado a la actual fase de capitalismo globalizado economía de casino? Pues eso.
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