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Tribuna
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Colombia agónica

Fernando Savater

La última vez que me volví de Colombia fue en octubre de 1997: el día de mi marcha coincidió con las votaciones del Mandato por la Paz, cuando 12 millones de ciudadanos pidieron en insólitos comicios el cese definitivo de la violencia armada. Ahora he regresado, dos años después, casi en las mismas fechas, llegando precisamente el día que tenía lugar una marcha también por la paz que movilizó en todas las ciudades del país a unos diez millones de personas de buena voluntad bajo el lema "¡No más!". De modo que, si alguien necesita un testimonio de que la inmensa mayoría de los colombianos quiere y requiere el final de la larga serie de matanzas fratricidas, cuenta sin reservas con el mío. Pero de que, pese a todo, la violencia continúa haciendo sonar su orquesta atroz hay aún otros testimonios mucho más irrefutables y sangrientamente despiadados.¿Puede comprender el viajero, observador ocasional, por muy amigo que sea de tantos colombianos entrañables y admirables, lo que ocurre en Colombia? Como vasco doliente de males semejantes en el modo aunque ni de lejos en la cantidad, estoy vacunado contra dos tentaciones de simplificación opuestas: la de los que pretenden saberlo todo enseguida (aplicando notorios estereotipos como el de la guerrilla admirable o abominable, el orden estatal injustamente vulnerado o vulnerablemente injusto) sin haber vivido de cerca nada y la de quienes se abstienen con virtuoso relativismo de cualquier enjuiciamiento o valoración política, aunque sea la del crimen, el secuestro, la tortura o la pena de muerte, como nuestro fiscal Cardenal, que, por lo extremadamente virtuoso, debería llamarse "cardinal". Creo que se puede rechazar la fatuidad del "alma bella" apuntada por Hegel sin padecer el realismo cómplice que suele buscar justificación en Maquiavelo. Nadie nace mágicamente enterado de lo que les ocurre a otros, pero, con un poco de modestia y recelo, cualquiera puede enterarse suficientemente de si las cuitas históricas ajenas le interesan de verdad.

Sin embargo, el caso colombiano es de los menos dóciles al apresuramiento analítico. ¡Se mezclan tantos ingredientes explosivos, tantos malos actores con afán de protagonismo! Vayan contando: dos guerrillas principales (la una campesina y marxista, la otra clerical y urbana), un surtido de autodefensas paramilitares con origen y complicidades en los cuerpos represivos del Estado, los narcotraficantes, los agentes norteamericanos antinarcóticos que les persiguen (y así les enriquecen), la corrupción política, diversos latifundistas con mentalidad de señores feudales de horca y cuchillo, gran número de delincuentes comunes reclutados entre los sicarios que han perdido a sus capos naturales (sólo la muerte de Pablo Escobar dejó sueltos a 10.000 peligrosos "huerfanitos"). Como vivimos tiempos de violencia posmoderna, buena parte de tales contendientes tiene abierta su correspondiente página web en Internet, donde explican con fervor a veces elocuente la fundamentación teórica de sus tropelías. Todos coinciden en asegurar que su único objetivo es lograr una auténtica democracia y cumplir las mejores promesas de la Constitución.

Pese a estas autojustificaciones, los verdaderos ciudadanos deseosos de paz -es decir, la inmensa mayoría de la población- abominan por igual de todos esos espontáneos salvadores que les ha tocado padecer. Como bien señaló Hernando Gómez Buendía en una columna en la que comentaba lúcidamente la marcha por la paz (El Tiempo, 28-6-99), "la guerra no es política. Una marcha gigantesca (la mayor de la historia) sin un solo ¡viva! a Marulanda, a Gabino, a Castaño y ni siquiera a Pastrana significa sencillamente que ningún ciudadano se siente representado por las partes ni es solidario con ellas, que no estamos en una guerra civil, sino en una guerra contra los civiles". Todos hablan en nombre del pueblo, y el pueblo marcha como puede contra todos ellos. Nadie ignora que hay reformas de justicia social que deben ser puestas en práctica en Colombia, pero la buena gente desconfía de quienes pretenden imponerlas a tiros para a su vez imponerse como administradores no electos del nuevo orden reformado.

¿Y los gobernantes? Arrastrando la mala fama de pasadas pero aún muy presentes corrupciones, se ven atrapados entre las exigencias de Estados Unidos, al que evidentemente no le interesan ni la paz ni el desarrollo democrático de Colombia, sino solamente proseguir su irracionalidad y criminógena cruzada contra las drogas (cuya demanda asegura su propio consumo interno), y la presión de las guerrillas, que quieren sencillamente que se les ceda la agenda política del país y el poder ejecutivo para llevarla a cabo. Dos fuerzas brutas, en el más literal sentido del término, frente a las que carecen de recursos eficaces y me temo que también de convicción. Dejo de nuevo la palabra a Gómez Buendía, en el artículo antes citado: "Colombia no tiene clase dirigente, porque sus dirigentes no actúan por Colombia. Mientras el pueblo recorría las calles, ellos estaban en Washington y en Uribe . Ni siquiera es su culpa: como ninguno encarna sueños colectivos, se limitan a llevar y traer razones entre el Imperio y los violentos, para que el uno nos imponga la moral y los otros nos impongan la política".

Entretanto, el director de la cárcel Modelo de Bogotá ha sido destituido tras un reportaje televisado en el que se veía a los presos de las FARC hacer la instrucción en el patio con palos al hombro en lugar de fusiles o reptar en plan comando bajo los billares de la sala de recreo antes de recibir clases teóricas de sus jefes o asistir a festivales de rap revolucionario in vincula. Y la ciudadanía común vive bajo la amenaza de las llamadas "pescas milagrosas", secuestros indiscriminados que ya no se dirigen a los potentados sino a simples usuarios de un autobús interurbano o a los feligreses de una iglesia como la María de Cali, de cuyas numerosas víctimas "pescadas" en mayo aún quedan veintitantas en poder de sus raptores. Pese a las variadas bellezas del paisaje colombiano, la mayoría de los ciudadanos se ve obligada por la prudencia a una vida de reclusión urbana, cuando no domiciliaria. Se sienten cercados en su propio entorno familiar, lo cual no sólo es desagradable e incluso antihigiénico, sino también humillante. Algo sabemos los vascos de todo esto.

Un dato alarmante es que, en las clases más favorecidas, algunos sueñan ya abiertamente con un liderazgo fuerte según patrones no demasiado recomendables. En una encuesta Gallup en la que se preguntó a centenares de ejecutivos de grandes empresas por el mediador ideal

para resolver el conflicto colombiano, la mayoría se inclinó por Alberto Fujimori. Por cierto, que José María Aznar (que en un estupendo pie de foto de El Tiempo, tan involuntariamente jocoso como clarividente, fue bautizado "Felipe Aznar") figuraba también en un lugar destacado, entre Fidel Castro y Rigoberta Menchú. Afortunadamente, muchos ciudadanos más siguen apostando por vías limpiamente democráticas, por el diálogo civilizado, la cultura y el arte, por reconstruir la verdadera autoridad del Estado, que no depende solamente de su capacidad de ejercer la coacción legítima, sino también de la rectitud de su procedimiento y de su decisión de acabar con la impunidad de cualquier forma de corrupción. No hay justicia sin un mínimo de seguridad, pero sólo se alcanza la verdadera seguridad profundizando la justicia, de tal modo que todos los ciudadanos comprendan que pueden sacar más provecho vital viviendo bajo las leyes establecidas que fuera de ellas.El título de esta nota debe ser leído en clave unamuniana: no me refiero a que Colombia esté a punto de morir, sino a que, por el contrario, lucha contra la muerte a favor de la vida. En una obra teatral de Giovanni Cesareo citada por Leonardo Sciascia en Crucigrama, un mafioso proclama: "Yo no soy la ley, que es la justicia de pocos, sino que soy la fuerza, que es la ley de todos". Cuando logren institucionalmente desmentir este siniestro apotegma del que tantos ahora con mejor o peor intención se hacen eco, habrán triunfado por fin los colombianos, como sinceramente espero y como creo que merecen.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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