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Tribuna
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¿Qué ha sido del Gran Hermano?

Timothy Garton Ash

Resulta una experiencia interesante conocer a un hombre que pudo condenarle a uno a muerte. Por eso, mientras llamo al timbre de la casita del general (retirado) Günther Kratsch, en un polvoriento extrarradio de Berlín Este, siento cierto cosquilleo en la nuca. Hasta la caída del muro, Kratsch fue uno de los principales cazadores de la Stasi, jefe de un enorme departamento de contraespionaje que no sólo perseguía a espías, sino cualquier forma posible de subversión. Su sección fue responsable de la investigación que llevó a cabo la Stasi sobre mí a principios de los años ochenta, por considerarme sospechoso de espionaje; un delito que entonces implicaba la pena de muerte.Un hombre grueso, con una gran barriga, barba corta y descuidada que cubre una doble papada y ojos precavidos de lechón, se acerca caminando desde la casa, vestido con pantalones cortos de jardinero. Le explico que soy historiador y tengo un interés especial y personal en hablar con él. Duda un momento, y luego acepta verme dos días después. Mientras tanto le pido indicaciones para dirigirme a mi siguiente cita. "¡Oh", me dice, "es un buen paseo, espere que le llevo en coche!". Ahora soy yo quien duda, pero insiste: "Venga, la guerra fría ha terminado, así que le puedo llevar". Y así lo hace, en su pequeño Volkswagen.

Cuando hablamos posteriormente en su casa, llena de trofeos de caza y libros de cocina (sus aficiones son cazar y comer), reconoce que algunos de los espías a los que atrapó acabaron ejecutados. Pero, insiste, eso fue sobre todo en los primeros años de la guerra fría. En los ochenta era ya muy poco frecuente: se los encarcelaba o se los expulsaba. ¿Y por qué demonios me persiguieron a mí por espía?, le pregunto. Me explica que él creció oyendo historias sobre las fantásticas proezas del legendario servicio secreto británico: era el no va más, el mejor de todos. Y de pronto, a partir de mediados de los sesenta, ya no fue posible descubrir más espías ingleses.

La oficina encargada de Gran Bretaña estaba desesperada. Así que, en cuanto había un hombre o una mujer británicos medianamente sospechosos, se apresuraban a abrirles un expediente. Confiaban en hallar algo, pero solían quedarse defraudados. ¿Era porque el servicio secreto británico era tan astuto que la Stasi no encontraba jamás a sus agentes, o porque no tenía ninguno? Más bien esto último, explica Kratsch, y asiente con una sonrisa satisfecha y al tiempo sombría. (A mí acabaron por echarme del país, no por espía, sino por ser un autor conflictivo; que -me alegra decirlo- es exactamente lo que era).

Lo más inquietante de esta conversación -la primera de las muchas mantenidas con antiguos funcionarios de la Stasi- no es sólo que tenga que darle la mano a un monstruo, y escucharle con cierta apariencia de cortesía. Lo que me preocupa verdaderamente es que, al final, ya no puedo seguir considerándole un monstruo. He aquí a una persona que estuvo muy próxima a la cima de uno de los peores Estados policiales de la historia, lo más cercano que hemos tenido en la realidad al 1984 de Orwell. Fue la mano derecha del Gran Hermano. Y sin embargo, cuando me cuenta la historia de su vida -que creció en un hogar pobre, que durante sus años decisivos su padre estuvo ausente porque era prisionero de guerra; que la Stasi le reclutó y apeló a su patriotismo y su espíritu de aventura; que no conoció nada más que aquel mundo cerrado y paranoico-, tengo la impresión de que entiendo demasiado bien por qué se vio abocado a hacer lo que hizo. Y ahora, desde la caída del Estado que él pasó su vida defendiendo, echa la vista atrás y ve una vida completamente malgastada. Me dice con añoranza que, cuando era muy joven, antes de que le reclutara la policía secreta, vio en una ocasión un anuncio -en una revista de Alemania Occidental de contrabando- para un puesto de trabajo como ferretero en Suráfrica, y pensó por un momento en solicitarlo. Es casi como si me dijera: "Ojalá lo hubiera hecho". Es cierto que, a través del exterior casi afable de este jubilado gordinflón, siguen asomando de vez en cuando destellos del hombre duro que fue hasta hace diez años. Pero la verdad es que no puedo odiarle.

¿Tiene algo de malo mi reacción? Ustedes podrán juzgar, porque el general Kratsch ha aceptado, curiosamente, participar en la serie que he hecho para la BBC sobre los diez años transcurridos desde la caída del muro, con el título de La batalla de la libertad. Incluso nos lleva al que solía ser su restaurante favorito, llamado Restaurante Moscú, como corresponde, y comenta que la comida con el capitalismo es mucho mejor de lo que era con el comunismo. Lo que yo quiero preguntar, en realidad, es esto: ¿qué ha sido del Gran Hermano? ¿Qué ha sido de toda la policía secreta, los informantes y sus víctimas? Se trata de un problema común a toda la Europa poscomunista, como lo ha sido en Suráfrica, o Chile, o en cualquier lugar donde había un Estado policial, pero en ningún lugar como en Alemania del Este. En Alemania, después de la guerra, uno se preguntaba sin cesar si el funcionario que sellaba los papeles o el camarero que atendía el bar era un antiguo nazi. Ahora, uno se pregunta si son exmiembros de la Stasi.

Por lo menos, debería preguntárselo. Porque una de cada cincuenta personas en la antigua Alemania del Este trabajaba para la Stasi. Y a muchos les va muy bien en la nueva situación de libertad. Es asombrosamente escaso el número de antiguos funcionarios de la Stasi a los que se ha condenado y encarcelado. Kratsch estuvo en prisión preventiva más o menos un año y luego quedó en libertad; algo que él considera, según nos dijo, "justo". (Desde luego, en comparación con lo que su organización hacía con los que consideraba enemigos del Estado, lo es). El hecho es que el sistema judicial de la República Federal está empeñado en evitar la "justicia retrospectiva" que caracterizó los procesos de Núremberg. Por consiguiente, sólo juzga a la gente por crímenes que fueran delitos con arreglo a la ley entonces vigente. Pero las leyes de Alemania del Este, como las de casi todas las dictaduras, estaban llenas de lo que en alemán recibe el simpático nombre de gummiparagraphen, es decir, "párrafos de goma", que podían extenderse hasta abarcar prácticamente cualquier cosa. Así que es muy difícil acusarlos de nada.

Quien fuera durante largo tiempo responsable del Ministerio de la Seguridad del Estado, Erich Mielke -el Gran Hermano en persona-, sólo fue condenado por su participación en el asesinato de un policía ocurrido en Berlín en 1931. Después le dejaron en libertad debido a su mala salud, y aún vive en un edificio de apartamentos en Berlín Este. En la serie se le puede vislumbrar, un anciano que chochea. Imaginémonos tener a Himmler de vecino.

Como es natural, recibir un tratamiento tan justo y amable no impide que ellos protesten. Muchos se han acogido a una jubilación anticipada. Otros hacen pequeños trabajos para completar sus pensiones. Descubrimos al antiguo director de la universidad de la Stasi en Potsdam (sí, la Stasi poseía su propia universidad), el general Willi Opitz, desempaquetando cepillos para limpiar retretes en la sucursal local de los supermercados Kaiser. Dice: "No es nada vergonzoso trabajar", pero luego se queja amargamente de su "pensión de castigo".

Ésta es una queja muy corriente entre la gente de la Stasi. Cuando se unificó Alemania se decidió que los antiguos funcionarios de la organización -que habían tenido buenos sueldos para lo que era normal en Alemania del Este- no podían seguir teniendo la recompensa de una pensión basada en esos salarios. Por el contrario, el nivel de sus pensiones se fijó en un 70% del salario medio de Alemania Oriental. Justicia poética, podríamos decir, pero ellos se quejan de que viola el principio fundamental de igualdad ante la ley. La policía secreta ha descubierto de pronto esa tierna preocupación liberal por el imperio de la ley. Apelaron al Tribunal Constitucional, que hace poco dictaminó que la reducción había sido demasiado severa. Así que ahora todos van a recibir una jugosa cantidad complementaria, además de su jubilación; incluso Erich Mielke.

No obstante, muchos han encontrado trabajos estupendos. El comandante Risse, que trabajó en mi caso, vende sistemas de ventilación para cocinas. Se lamenta de que es un negocio en el que hay una competencia salvaje. Otro funcionario cuyo nombre pude hallar en mi expediente es el coronel Fritz. Cuando miro su hoja de servicios, veo que en la actualidad tiene sesenta y muchos años, así que me imagino que va a ser otro tipo lento, descuidado y barrigudo. En cambio, quien me recibe en la puerta de su casa de las afueras es un hombre jovial, juvenil, que sólo aparenta cincuenta y tantos, con el cabello ahuecado, vaqueros negros, una camisa con un dibujo chillón de triángulos rosas y grises, y una corbata ancha y estridente. El coronel Fritz se ha transformado por completo, se ha convertido en un amistoso vendedor de seguros a imagen y semejanza de los de Alemania Occidental. Me pregunto cuántas de las personas a las que ahora vende pólizas de seguros de vida tienen idea de a qué se dedicaba antes.

Podría pensarse que lo único que ya no hacen es lo que hacían entonces: espiar. Espiar a los extranjeros o, la mayoría de las veces, a su propia gente. Pero, por desgracia, no es así. El Estado de la policía secreta ha muerto, pero las democracias capitalistas liberales ofrecen grandes oportunidades de trabajo a los espías. El jefe del servicio de seguridad interior alemán, la Oficina Federal de Protección de la Constitución, ha aceptado que le entrevistemos para nuestro progama y habla con gran franqueza sobre su trabajo. El doctor Peter Frisch insiste en que, en principio, no querrían dar trabajo a ningún antiguo miembro de la Stasi. Pero necesitan mantener vigilada la red de exagentes, y para ello reclutan... a exagentes. De modo que varios de ellos se ganan la vida espiando a sus antiguos colegas. Y no hay duda de que, en el mundo oculto del espionaje internacional, debe de haber exagentes de la Stasi trabajando para la Alemania unida, y también, seguramente, unos cuantos que espían a Alemania por cuenta de potencias extranjeras (como Rusia).

No obstante, la mayoría de ellos ya no prestan sus servicios a ningún país, ni oriental ni occidental. Espían para empresas privadas o para personas. En realidad, cuando se pregunta qué ha sido del Gran Hermano, lo que se descubre es que, aunque en las sociedades libres hay mucho menos espionaje del Estado, a cambio hay mucho más espionaje particular. En toda la Europa poscomunista, los servicios de los exagentes de la policía secreta están muy solicitados para labores de seguridad privada.

En Berlín hemos conocido a un experto en vigilancia de la Stasi que ahora trabaja como detective privado. Ha pasado, por así decir, de soplón a huelebraguetas. Acepta que le filmemos con la condición de que ocultemos su nombre y su rostro, porque teme que algunos de sus clientes actuales le dejen si saben en qué trabajaba antes. ("Y he memorizado sus caras", nos dice, amenazador, por si pensábamos romper el trato). Hace algunos trabajos para esposas desconfiadas que desean saber a qué se dedican sus maridos infieles, o viceversa. Utiliza viejas cámaras de la Stasi para sus fines, cosa interesante. Sobre todo, le contratan empresarios para que siga la pista a empleados deshonestos que faltan al trabajo (por ejemplo, personas que alegan estar enfermas y luego se van de tiendas) e investiga fraudes de seguros para compañías aseguradoras. Por ejemplo, si mi coronel Fritz le vende a alguien una póliza de seguros, otro antiguo miembro de la policía secreta investigará cualquier reclamación que resulte sospechosa. Nos cuenta que, hoy en día, le resulta más difícil obtener datos oficiales (es de desear que así sea), pero que la nueva tecnología en el campo de la vigilancia le facilita su trabajo.

El sistema orwelliano ha desaparecido. El Gran Hermano vive tranquilo y jubilado, y recibe una pensión razonable del Estado. Pero cuando vemos a dónde han ido a parar sus gorilas, nos damos cuenta de cuántas organizaciones privadas hay en la actualidad dedicadas a vigilarnos de un modo u otro. De hecho, no me sorprendería encontrar a unos cuantos expolicías secretos trabajando para la prensa amarilla. Al fin y al cabo, también ellos suelen necesitar esas habilidades para hurgar en nuestras vidas privadas.

Lo más amargo e irónico es que los funcionarios de la Stasi han salido mucho mejor parados, en general, que la gente situada en los otros dos lados de lo que yo llamo el triángulo de la policía secreta: los informantes y las víctimas. Los informantes se han convertido en chivos expiatorios de la nueva Alemania. Una persona a la que se le acuse de haber sido "IM" -la abreviatura de la Stasi para el informante- se ve sometido a la vergüenza pública. Todos los amigos le abandonan, incluso puede que pierda el empleo. Sus actividades parecen aún peores por el elemento que incluyen de engaño íntimo y cotidiano. Todo el mundo sabía que los agentes uniformados de la Stasi no eran, por así decir, gente corriente. Pero pensaban que tal persona era como cualquier otra, un amigo, y de pronto descubrían que les había traicionado. Hemos seguido a un melancólico ex informante mientras intentaba justificarse, desesperado, ante aquellos a los que traicionó. Y la verdad es que tenía tanto de víctima como de verdugo. A los que le amedrentaron para que colaborase les ha ido mucho mejor que a él.

Por último, están las auténticas víctimas. Algunas de esas personas, que eran destacados disidentes y cargos eclesiásticos, ocupan posiciones respetadas en la nueva Alemania. Lucen sus historiales de persecución a manos de la Stasi como heridas de guerra, heridas sufridas con honor. Sin embargo, hay una enorme multitud de desconocidos cuyas vidas quedaron irreparablemente destruidas por los servicios secretos: sus carreras interrumpidas, su salud arruinada, sus familias rotas. Pienso en un amigo concreto, un anciano frágil y encantador, crítico y especialista en literatura alemana, que vive en la hermosa ciudad de Weimar, un símbolo de lo mejor de la cultura alemana. Le expulsaron de su universidad cuando era joven, sufrió dos ataques al corazón, su vida quedó malograda por culpa de la Stasi. Cuando me acuerdo de personas así, vuelvo a sentir toda mi vieja ira contra Kratsch y los tipos como él. Y me pregunto si la nueva Alemania no ha sido, tal vez, demasiado justa con el Gran Hermano.

Timothy Garton Ash es escritor y profesor del Saint Anthony College de Oxford

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