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La telaraña argentina

Hace cinco años exactos, poco después de las elecciones que consagraron presidente a Fernando Henrique Cardoso por primera vez, uno de sus colaboradores más cercanos dijo en Nueva York que la tarea más díficil del nuevo jefe de Estado brasileño sería destejer los nudos de la poderosa corrupción que enturbiaba la vida democrática. La corrupción, dijo, destruía la fe de los ciudadanos en los partidos políticos e imponía la cultura del egoísmo, según la cual cada quien pesca como puede en el río revuelto sin preocuparse por los que se ahogan.El año pasado, cuando Cardoso ganó la reelección, encontré al mismo funcionario, esta vez en Río de Janeiro, y le comenté que la corrupción se mantenía saludable mientras la democracia brasileña avanzaba con pasos rengos. "Es verdad", admitió. "El tejido es tan espeso que cuando se corta por un lado se reconstruye por el otro, pero al menos hay áreas que ya están completamente limpias: los sistemas de salud, por ejemplo. Se tarda mucho más en lavar que en ensuciar. Pero hasta que no acabemos con la corrupción, Brasil no podrá entrar por completo en la modernidad".

La frase es tan desoladora como verdadera. La peor afrenta al crecimiento de América Latina en esta segunda mitad del siglo no es la deuda externa -en cuyo origen está la corrupción-, sino la falta de escrúpulos con que algunos hombres de gobierno desviaron hacia ellos mismos -o hacia sus familias, sus cómplices, sus aliados- los recursos que podrían haberse consagrado a la educación, a la investigación científica, a la salud y a la cultura. Esa rapacidad, que ha erosionado el futuro, ha levantado también una marea de escepticismo sobre la honestidad de los políticos y sobre el sistema de partidos. La corrupción no sólo ha retardado el acceso de América Latina a la modernidad. También está comprometiendo la solidez de las democracias de la región y alentando experiencias de populismo autoritario como las de Perú y Venezuela.

Aunque antes de las elecciones del 24 de octubre muchos argentinos escépticos pensaban que tanto Fernando de la Rúa como el candidato oficialista, Eduardo Duhalde, estaban condenados a continuar las políticas económicas del Gobierno anterior, el dedo de los votantes está exigiendo un cambio: no en la estabilidad económica, pero sí en casi todo lo demás. Hay en ese voto una nítida condena al desempleo, a la evasión impositiva, al caudillismo y, sobre todo, a lo peor de la cultura menemista: la arrogancia del festín.

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Más que un caudaloso rechazo al programa o a la personalidad de Edualdo Duhalde, el triunfo de Fernando de la Rúa expresa la voluntad nacional de acabar con la frivolidad, el lujo ostentoso y la viveza para saltar por arriba de las instituciones, a la vez que exige respeto por los que tienen menos y las garantías necesarias para los que quieren trabajar más. Los dos derrotados del 24 de octubre -Duhalde y el ex ministro Domingo Cavallo- eran figuras demasiado asociadas a la cultura del festín. Convivieron con ella durante demasiado tiempo. Tal vez no fueron parte de esa cultura, pero la duda no los excluye. Una de las cualidades del festín es su poder de contagio, de salpicadura. Esa idea está ya en el primer diccionario de la lengua castellana, el Diccionario de Autoridades de 1726, que vincula el festín a la corrupcíón y define ambos "vicios" como fuentes de todos los otros males.

Una de las preguntas mayores de la elección argentina es por qué, si los votantes dejaron de lado a Duhalde y a Cavallo, no rechazaron a Carlos Ruckauf, el ex ministro de Trabajo de Isabel Perón, ministro del Interior de Menem y vicepresidente de la nación durante el segundo mandato menemista. El éxito de Ruckauf es doblemente significativo si se toma en cuenta que muchos de los votantes que lo eligieron gobernador de la provincia de Buenos Aires -el mayor distrito electoral del país- prefirieron a De la Rúa como presidente. Quizá la respuesta sea también cultural. La modernidad, que ya no tolera la subordinación de la mujer en el orden intelectual, en el orden creador y en el orden doméstico, no ha logrado, sin embargo, disipar los prejuicios que aparecen cuando una mujer aspira al poder real: sucede en la Argentina, sucede en Brasil, y lo están sufriendo en carne propia Hillary Clinton y Elizabeth Dole en Estados Unidos. Los votantes argentinos estaban en busca de un cambio, pero el cambio encarnado por la diputada Graciela Fernández Meijide -madre de uno de los desaparecidos de la última dictadura- era tal vez demasiado para ellos: demasiado independiente, demasiado desafiante, demasiado difícil de imaginar.

En el caso de la provincia de Buenos Aires, por lo tanto, prevaleció quizá no la necesidad de cambio, sino de orden, la voluntad de conservar antes que la voluntad de combatir. El discurso moral de Graciela Fernández Meijide resultó al final menos atrayente que el discurso punitivo de Ruckauf: "Hay que detener a esa mujer anticristiana".

En las escasas semanas que faltan para la entrega del mando, la corrupción seguirá ocupando -pese a todo- el centro de la escena. Los argentinos han aprendido, como los brasileños, que la corrupción tarda en ser demostrada y castigada porque hay siempre una red de corrupciones menores que la disimula y la protege. Pero está ahí, a la vista de todos: no sólo en los contratos venales con los que algunos funcionarios sacrifican a toda la sociedad para enriquecer a unos pocos, sino en el intercambio de favores sucios, en la entrega de feudos de poder donde se cobran diezmos, en el tráfico de influencias y en todos aquellos movimientos del poder que privilegian los intereses individuales por encima del interés nacional.

La corrupción no es sólo lo que se ve. No sólo son los palacios repentinos a los que se mudan funcionarios hasta hace poco insolventes o las cuentas suizas como las que se le descubrieron al gobernador de Tucumán, el ex general Domingo Bussi: es también la sensación de que todas esas burlas a la inteligencia de los ciudadanos terminan siempre disolviéndose en la nada. Extirpar los hábitos de impunidad será una de las tareas más titánicas del nuevo Gobierno. Cuando la impunidad no se detiene a tiempo y rebasa todos los límites de la vergüenza, la democracia es la que paga el precio más alto. En Venezuela hay una guerra a muerte contra la corrupción y tanto dos ex presidentes como algunos centenares de jueces han ido o están a punto de ir a la cárcel. Pero eso se ha logrado destruyendo, de paso, algunas de las instituciones y garantías esenciales de la democracia.

Cambiar una cultura enquistada en el poder y en la conciencia del país no es tarea fácil para ningún Gobierno. Fernando de la Rúa ha recibido un mandato nítido para hacer todo lo que se pueda. La corrupción argentina no es tan flagrante ni tan estrepitosa como la corrupción que Cardoso heredó de Collor de Melo. Tal vez por eso mismo sea más fácil de destejer.

Si el nuevo Gobierno argentino lavara siquiera una parte de lo que se ha ensuciado, si mantuviera la estabilidad, estimulara la educación pública y resolviera los problemas sociales más urgentes, pocos podrían quejarse de su eficacia. Parece pedir poco, pero nadie sabe si, con lo que ahora queda de Argentina, eso es pedir demasiado.

Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino.

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