El patrono de los cazadores
Huberto, un príncipe merovingio del siglo VIII descendiente de Clodoveo, con sólo 12 años, mató de un hachazo al oso que había atacado a su amado padre. Durante una de sus correrías tras toda clase de bichos vivientes -se dice- se le apareció un ciervo con un crucifijo en su cornamenta, ¡la del ciervo! El portento, y el hecho de enviudar de su paciente esposa Floribiana de Austrasia fueron la señal para abandonar esta vida disoluta y opositar a ermitaño, obispo y santo. El prelado de Lieja se dedicó a perseguir supuestos ídolos y presuntos paganos con el mismo celo y dedicación que antes animales, méritos suficientes para llegar al patronazgo de los guardabosques y de los cazadores y para ejercer de abogado contra la rabia, hasta que Pasteur encontró la solución el 26 de octubre de 1885. Hoy es su fiesta y habría que celebrarla sin cazar.Su incesante carrera, propia de la caza maldita que nunca se alcanza del mito de El mal cazador, es un préstamo de Odín, el dios celta -como Huberto- de las almas. El ciervo -encelado precisamente estos días y, por ello, mugiendo de amor: lo cérvol brau sent en lo bosc bramar / e son fer bram per dolç cant és tengut, según Ausiàs- para los griegos y los romanos, el ramaje de sus cuernos representaba la renovación del árbol de la vida, emblema que queda reforzado, al cristianizarlo, con el árbol de la cruz. Fue mensajero de los dioses, de ahí, su anuncio en la leyenda de san Huberto o su ayuda en la troballa de ciertas vírgenes negras. El mundo clásico vislumbró en su belleza y agilidad, el sabio, libre y elevado príncipe del bosque, el reino de la lunar y virginal Artemisa-Diana, gemela del solar Apolo, fecunda responsable, curiosamente, de la renovación de la naturaleza, habilísima cazadora siempre acompañada por su simbólico animal sagrado, justamente, la nocturna cierva.
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