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Los frutos nacidos del barro

En el principio fue el horno. Sin este antiquísimo aprovechamiento de la energía calorífica, casi no habría sido posible este Museo de la Alfarería Vasca, ubicado en el barrio de Ollerías, en el municipio alavés de Elosu. La tenacidad y el rigor de Blanka Gómez de Segura por recuperar esta artesanía milenaria, hoy en trance de desaparición, le llevó, primero, a crear un museo que recogiera las piezas que hasta hace bien poco formaban parte de la vida cotidiana y, después, a que estuviera en un lugar que tuviera algo que ver con la alfarería, algo que parece obvio, pero que cuenta con numerosos inconvenientes.Por poner el ejemplo más evidente: la ubicación. Siempre es mejor que un museo se encuentre en el centro de una ciudad o de una población importante y no a la orilla de una carretera nacional (la N-240 que une Vitoria y Bilbao, por el puerto de Barazar, ni más ni menos). Pero allí se encontraba el único horno de alfarero -u ollero, como se conocía este oficio en el norte de la península- que quedaba en pie de aquellos 70 que funcionaban a principios de siglo. Era además el horno de José Ortiz de Zárate, uno de los últimos de estos artesanos en el País Vasco y con el que la directora del museo había estado trabajando durante diez años en la transformación del barro.

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Estos dos lustros fueron más que suficientes para que Blanka Gómez de Segura tuviera clara la idea de crear un espacio que mostrara aquellas piezas que se estaban dejando de utilizar definitivamente para arrinconarse en desvanes y camarotes, a la espera de la llegada del chamarilero. El mejor lugar, el caserío contiguo al horno de Ortiz de Zárate, mientras que las piezas para la exposición llegaron del Gobierno vasco, de una colección de 1.500 de las que se muestran 350. Pero como la primera intención era el mantenimiento de una artesanía en vías de extinción, qué menos que un apartado dedicado a la fabricación de platos, vasos, cántaros, tinajas o las denominadas pegarras, ese cántaro llamado pirenaico que se utilizaba para llevar agua.

Con estos tres elementos principales se conformó en 1993 el Museo de Alfarería Vasca, único en Euskal Herria y lugar de visita indispensable si se quiere conocer de primera mano esta artesanía y sus obras.

La exposición se ha establecido atendiendo a este concepto. Dividida en siete apartados, se inicia con el dedicado a la cerámica para fuego. Las piezas llegaban de Zamora, tierra todavía famosa por sus cazuelas de barro refractario. Los alfareros vascos les daban el punto final, ese esmalte cuya sobriedad caracteriza toda la producción realizada en esta zona.

Buena parte de estas ollas y cazuelas -con distintas formas, que evolucionaron del fuego bajo a la cocina económica- están reparadas. Aquí figura el lañador o alambrador, otro oficio perdido (mejor dicho, reciclado en paragüero o afilador), que era el que se dedicaba a arreglar con una especie de grapas (lañas) los recipientes rotos. Para asegurar estos refuerzos, que no llegaban a traspasar la superficie, se les aplicaba una pasta de cal y clara de huevo o sangre de carnero.

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Después de cocinada, la comida se servía en la cerámica de mesa que se presenta en el segundo apartado. Platos, tazas, tazones, cuencos y escudillas que conformaban la vajilla de cualquier hogar antes de que llegara el duralex. En cuanto a la bebida por excelencia, el agua, ésta se traía en las citadas pegarras, que se muestran en el tercer espacio, dedicado al acarreo y almacenaje de aguas. Sorprende al contemporáneo la ausencia de botijos, el recipiente hídrico por excelencia, pero que no llegó al País Vasco hasta la aparición de los Altos Hornos y demás siderurgias que elevaron considerablemente las suaves temperaturas cantábricas. Y es que en tierras como éstas, el botijo no era necesario: sobraban los manantiales.

En este apartado se puede observar con claridad otra característica propia de la alfarería vasca: las piezas sólo se esmaltan en su interior, con pequeños baberos en el exterior en aquellas que se utilizaban para servir líquidos. La razón es sencilla: el ahorro; el esmalte exterior sólo era decorativo. Como señala Blanka Gómez de Segura, "el sentido práctico da como consecuencia un estilo propio de artesanía".

La siguiente sección es la dedicada a la conserva de alimentos: desde las tinajas para vino, que sólo se veían en los conventos de frailes, los barreños para la matanza, los mantequeros en los que se mantenían el chorizo o el lomo en la grasa del cerdo.

Le sigue la dedicada a las piezas para uso religioso y ornamentación, única excepción que se da la alfarería vasca a la decoración de sus piezas, primero en azul cobalto para pasar luego a verde cobre. Aquí están las piezas de alguna que otra cofradía de las que animan las ermitas: en ellas, por la firma que el alfarero había de poner en cada plato o escudilla para identificar a la correspondiente cofradía, se puede rastrear la época de fabricación de las vajillas, que se remonta en algunos casos al siglo XVI.

El paseo por el museo concluye con un apartado dedicado a las tejas y ladrillos y con otro misceláneo en el que se puede encontrar un orinal, un reclamo de palomas, un bebedero de gallinas o un pequeño horno de pan en el que las monjas cocían sus dulces. Los 50.000 visitantes (sobre todo los más jóvenes) que han pasado durante estos seis años, tras este recorrido, han podido comprobar cómo la olla express, el agua de grifo, la uralita o el PVC son unos recién llegados a la vida cotidiana.

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