La extraña pareja
Sucedió este verano en Atenas, durante una cena al aire libre, con el Partenón iluminado como decorado de fondo. De vez en cuando se acercan músicos y vendedoras de flores que no hacen mal negocio con los felices turistas, entre delicia y delicia de la cocina griega. Algo peor les va, bajo las mesas, a algunos gatos callejeros: "No les des comida, cariño, que vendrán muchos más". Y en efecto, los gatos, si no consiguen conmover a alguien en un tiempo razonable, se deslizan en silencio, a la mesa siguiente.Todos asumimos la sensata consigna de "no dar que es peor". Pero de repente sucede algo extraordinario. El recién llegado ahora, justo a mis pies, es algo más que un gato. Son dos. Uno es un gato, pero el otro es un perro. Los dos, pegados el uno contra el otro, me miran atenta y muy dignamente. Ella es una pulcra y rolliza gatita tricolor; él, un minúsculo y despeinado perrillo negro. "¿Habéis visto esto?". Pero la conversación en la parte superior de la mesa trata de las intensas emociones del día, imposible desviarla. Nadie se apercibe del trozo de pescado que aterriza bajo la mesa. Él ni se mueve. Y ella, después de confirmar con el olfato, come delicadamente. "Cielos, ¡qué galante!". Ahora es un resto de carne el que se despista por lo bajo. Ella me mira. Y él engulle el regalo de un trago y sin la menor ceremonia. "¿Será posible?". Mientras sobre la mesa crece el bullicio, bajo la mesa se programa todo un protocolo de observación sistemática: migas de pan, pasta, queso, carne, pescado..., ahora un trozo después de otro, ahora dos a la vez, ahora del lado de él, ahora del lado de ella, atención ¡ahora en medio! Al final, todo un banquete. No se ha escuchado ni una queja, ni un reproche por parte de ninguno de los dos. Parece haber un pacto bien aprendido y respetado: la carne y los hidratos de carbono para él, el pescado y los derivados lácteos para ella, ...fruta y verdura... "no gracias, tan mal no estamos".
Es una rara relación en la que el beneficio de uno no implica el perjuicio del otro. Al contrario, juntos (por lo menos estos dos) parecen comer mejor que por separado. La vieja idea de estimular la ternura del forastero se multiplica aquí por diez, con esta variante genial de la extraña pareja. ¿Cómo se conocieron? ¿Cuándo? ¿Es una relación casual, de temporada o asentada?
Dos individuos pactan una dependencia mutua y aumentan con ello la independencia conjunta respecto de las fluctuaciones de la incertidumbre del entorno. Es la simbiosis, uno de los recursos más eficaces y elegantes de la evolución de la materia viva. Se practica desde sus remotos orígenes. Hace miles de millones de años, por ejemplo, bacterias procariotas distintas se confabularon para inventar una nueva célula, la eucariota, un avance con un futuro espectacular: nada menos que los animales y las plantas. Desde entonces hasta esta calurosa noche frente a la Acrópolis, la simbiosis no ha dejado de ocurrir. Su resultado se traduce, con el permiso de la selección natural, en un estado de complejidad superior. La idea para seguir vivo parece clara: complejidad contra incertidumbre.
Cada día, en algún rincón del planeta, se ensaya un nuevo pacto imprevisible y disparatado. La mayoría de intentos no trascienden más allá de sí mismos y nadie va a continuar, es verdad, la bella historia de esta pareja de indigentes profesionales. De regreso al hotel, me los vuelvo a encontrar, durmiendo plácidamente uno contra otro, entre las ruedas delanteras de una furgoneta aparcada a varias calles de distancia.
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