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Odio e irresponsabilidad

Es muy probable que la causa inmediata de la negativa del Senado norteamericano a ratificar el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares sea el odio de los republicanos más reaccionarios al presidente Bill Clinton. Es un odio que va mucho más allá de la tradicional y lógica rivalidad del presidente de un partido y los congresistas de otro. No han conseguido expulsar de la Casa Blanca a Bill Clinton con oprobio pese a lo mucho que éste les ha ayudado en generar oportunidades para ello. Y le van a negar el pan y la sal hasta el final, al margen de las consideraciones electorales, que ya pesan también en Washington.Por primera vez en 80 años, desde el rechazo a la ratificación del Tratado de Versalles -para el que sí había buenas razones-, el Senado norteamericano dinamita un tratado que toda la comunidad internacional considera positivo y necesario y que hasta Pakistán y la India se mostraban dispuestos a firmar. La irresponsabilidad de esta decisión es evidente y la mezquindad de los motivos más inmediatos antes aludidos no lo es menos.

Pero la causa profunda es mucho más grave y es la que ha sembrado la alarma, y con razón, en todo el mundo y sobre todo entre los aliados de Washington en la OTAN. El inmenso daño que esta decisión causa a la Alianza Atlántica y a la seguridad internacional está meridianamente claro. También para el presidente de la comisión de exteriores del Senado norteamericano, Jesse Helms. Lo grave es que no le importa, ni a él ni a los senadores que ha logrado movilizar para esta desgraciada causa. Los argumentos sobre las dificultades de verificación son sólo burdas excusas.

Tras esa prepotencia y el desprecio por los intereses del resto del mundo -pero, sobre todo, de los aliados europeos- que siempre se desprenden de las actuaciones y la retórica de personajes como Jesse Helms, está la convicción unilateralista, aislacionista y agresiva de quienes ven a todos los demás como enemigo irreconciliable o rival potencial. Son, algunos por edad y formación, perfectamente incapaces de ver los intereses comunes en un mundo tan pequeño y siguen pensando que, como en las épocas de la conquista del Oeste, las posibilidades y la pradera, el espacio, son infinitos; sólo confían en la fuerza propia. Sabemos que esta gente existe, pero en las democracias europeas son hoy personajes excéntricos perfectamente irrelevantes. Que en Estados Unidos puedan sabotear un tratado firmado por su presidente es una señal más de la necesidad por parte de la comunidad internacional de reorganizarse y recuperar la expresión de una multipolaridad que existe, por mucho que la nieguen los reaccionarios como Jesse Helms o el antiamericanismo aún nostálgico del polo comunista de la guerra fría.

El Senado norteamericano ha clavado una dura cuña en la solidaridad transatlántica, ha dado nuevas alas a las ambiciones nucleares de países pequeños y no tan pequeños y ha suministrado masivo alimento a las tendencias antiamericanas en todo el mundo. Con Rusia en estado de potencial desestabilización, China firme en su régimen antidemocrático y posiblemente expansivo en el próximo milenio, India bajo fuertes tendencias nacionalistas, Pakistán gobernada por una Junta militar, un mundo árabe siempre en crisis e Israel con armas nucleares, el Senado norteamericano juega con fuego, pero en la casa de todos. Los europeos, por ello, los más quemados en el siglo que ahora acaba, tienen más razón que nunca para hablar con una sola voz y dejar claro que, también con Washington, el respeto ha de ser un sentimiento mutuo.

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