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Nacionalismo y entropía (II)

IMANOL ZUBERO

Decía la semana pasada que el nacionalismo vasco estaba experimentando un acelerado y preocupante proceso entrópico. Utilizaba esta expresión procedente de la física para referirme a la degradación energética que sufren los sistemas cerrados, vueltos sobre sí mismos, y sostenía que eso es lo que le ocurre al nacionalismo vasco: cada vez más indiferenciado, una costra de homogeneidad en los discursos de sus líderes está ahogando su diversidad interna, sacrificada en los altares de las viejas deidades. Pero el pasado hace tiempo que ha dejado de ser un recurso político en nuestra sociedad, convirtiéndose en un pesado lastre que impide afrontar un tiempo complejo e imprevisible.

Escribe el historiador y periodista canadiense Ignatieff en El honor del guerrero que si el pasado continúa atormentando tan ferozmente a los Balcanes es, precisamente, porque no es pasado, porque en aquella región del mundo el tiempo no se vive en un orden serial, sino en un orden simultáneo en el que pasado y presente se amalgaman indiferenciadamente. La misma idea es expresada por el periodista norteamericano Kaplan en su trabajo Fantasmas balcánicos: en aquel mundo, el tiempo está como encapsulado, como resume un ex ministro de Asuntos Exteriores búlgaro: "Estamos totalmente sumergidos en nuestras propias historias". Por último, en su hermoso libro Tres cantos fúnebres por Kosovo el escritor albanés Ismaíl Kadaré relata el drama de dos rapsodas, uno serbio y otro albanés, fugitivos tras la derrota sufrida en 1389 a manos del ejército otomano de una coalición cristiana integrada por serbios, albaneses y rumanos, y que a pesar de todo no pueden dejar de echarse mutuamente en cara viejos agravios: "Tanto el uno como el otro estaban cautivos de su pasado, pero ninguno podía ni quería liberarse de las cadenas seculares que los ataban".

Por primera vez en este siglo los vascos podemos experimentar un principio de inflexión que quiebre una historia colectiva pesadamente lineal. Durante este año hemos vivido un período de desacostumbramiento, una experiencia colectiva de descompresión, un despojamiento de toda veneración supersticiosa por el pasado (como recomienda Marx en su 18 Brumario a todo aquel que quiera emprender una revolución). Por primera vez hemos comprobado que es posible vivir sin que la tradición de todas las generaciones muertas -otra vez Marx- oprima como una pesadilla el futuro de los vivos. Ocurra lo que ocurra en los meses próximos, la ruptura histórica se ha producido en esta Euskal Herria nuestra (o, si se prefiere, en este nuestro País Vasco-Navarro). Es cierto que no tenemos garantías de que la violencia de motivaciones políticas haya desaparecido definitivamente de nuestras vidas; los acontecimientos de estos mismos días -violencia callejera, amenazas, actividades eufemísticamente llamadas "de reaprovisionamiento"- agravan la sensación de que ETA sigue ahí, como un tenebroso Gran Hermano, vigilando nuestro presente y amenazando nuestro futuro. Incluso se ha llegado a pronosticar un gran atentado "sin sangre" antes de las elecciones generales del año 2000 como demostración de fuerza, según el modelo irlandés tan querido para los nacionalistas vascos. Pudiera ser.

Pero nada de eso permitirá recomponer el hilo histórico. Al contrario, si durante décadas la violencia ha servido para dar continuidad a una particular narrativa histórica encapsulando el tiempo en un magma indiferenciado, un retorno de la violencia sólo serviría para aumentar la sensación de distancia entre un pasado lejanísimo y el tiempo presente. Si la violencia de ayer parecía condenarnos a ser contemporáneos de personas que vivieron y murieron hace muchos años (según algunos, centenares de años), la violencia de hoy tan sólo lograría aumentar su carácter de fenómeno radicalmente extemporáneo, fuera de este lugar y fuera de este tiempo. Tan extemporáneo como determinados discursos sobre agravios, identidades y territorios.

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