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Policía académica

PEDRO UGARTE

La publicación de unas nuevas normas ortográficas para la lengua castellana, las reuniones ecuménicas de las academias española y latinoamericanas, y la celebración de solemnes actos en lugares como el monasterio de San Millán de la Cogolla, han creado a lo largo de las últimas semanas un estado de euforia colectiva en relación con el futuro de la lengua castellana.

Los académicos han apuntalado ese optimismo pertinaz, permitiéndose alguna lúgubre predicción acerca del futuro de otras lenguas, aludiendo, por ejemplo, al progresivo distanciamiento del portugués hablado a ambos lados del Atlántico, o a la tradicional incuria del inglés cuando se trata de fijar la norma de su lengua.

La francachela chovinista nunca es nueva en relación con el castellano, y gran parte de responsabilidad en la misma la tiene la propia Real Academia Española. La Academia, como tal institución, es una de tantas importaciones francesas propiciadas por la profunda dependencia intelectual que padeció España en el siglo XVIII.

Gracias a la Academia la evolución del castellano es lenta, y trabajosa. Sus nuevas formas son al fin aceptadas tras largos y morosos debates. En un mundo que cambia vertiginosamente, la Academia aún no ha dictaminado qué abreviatura de correo electrónico podría sustituir a E-mail, o qué criterio utilizar para salvar la expresión página web. Frente a los idiomas dotados de Academia, inspirados en un modelo francés, la tradición anglosajona permite al inglés una evolución ágil, profundamente desinhibida y adecuada a las necesidades de los hablantes.

Cierto que todos los idiomas han necesitado, en algún momento de su historia, una regulación que los fijara en una gramática, consiguiendo de ese modo su tranformación en lengua culta. El mismo castellano obtuvo esa consideración mucho tiempo antes de que naciera la Academia. Otras lenguas socialmente relegadas, como el euskera, han aquilatado su norma, el batua, muy recientemente.

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Y resulta curioso comprobar cómo en la crítica a esa unificación de la lengua vasca unen sus fuerzas desde la derecha más reaccionaria, hasta algunas de las plumas más presuntamente lúcidas de nuestro pequeño país. Lo que no cuestionan en otras lenguas, la norma, les parece en el euskera la mortaja de un cadáver, como si ignoraran que las notables variaciones dialectales de otras lenguas no invalidan la necesidad (y la eficacia) de una fijación normativa.

La "fijación" de esa norma (si acaso su "solidificación") es una de las grandes obsesiones de la Real Academia Española. Impedir que la lengua se rompa en un abanico de dialectos ininteligibles entre sí es sin duda un buen objetivo (quizás un objetivo romántico e inútil, como demuestran tantas lenguas muertas). Pero resulta criticable que con ese fin se articulen resortes típicamente académicos, es decir, inquisitoriales, leguleyos y alejados del contexto social y cultural de los hablantes.

Hoy día las lenguas cambian como siempre lo han hecho, de forma porcentualmente imperceptible, pero totalmente imparable. Quizás la diferencia es que ahora cambian a una velocidad mayor que el cualquier otro momento de la historia. Conjurar el peligro de la ruptura a base de decretazo académico es sin embargo dar palos de ciego. Si el castellano se hallara tan bien asentado en la compleja red telemática que recorre este planeta como lo está el inglés, el peligro de ruptura sería mucho menor. Hoy el inglés es una lengua mucho más potente y extendida, pero su cohesión no surge de dictados sino de su mera utilización en un enjambre de conexiones informáticas y audiovisuales. El inglés de Calcuta, Sidney, Los Ángeles o Londres está en contacto permanente y es precisamente esa fluidez la que a la larga puede impedir (o al menos ralentizar) su distanciamiento.

Y si el castellano tiene alguna posibilidad no será por reuniones en el venerable claustro de San Millán de la Cogolla, sino invadiendo en la medida de sus posibilidades los ordenadores, los cines y los canales televisivos de todo el planeta.

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