Reventa mortal
Vamos a suponer que está prohibida la posesión individual de muertos, porque los muertos se consideran un bien colectivo cuya titularidad detenta el Estado. Imaginemos ahora que yo soy el Estado y el único en consecuencia que dispone de muertos en Madrid. Figúrese que le vendo a usted un difunto por 20 duros. No por 40 ni por 50 ni por 100, no: por 20. He dicho por 20. De manera que usted no sólo no podrá encontrar muertos en otro sitio, pues ya hemos quedado en que tengo el monopolio, sino que, aun en el caso improbable de encontrarlos, nadie podría competir con mis precios (olvidémonos del mercado negro porque un riñón en el mercado negro vale un ojo de la cara, así que haga usted cuentas y verá). Veinte duros, decíamos, veinte duros, por favor. Es un precio de risa, un precio de todo a cien para decirlo con propiedad. Y no estamos hablando de un muerto hecho en Singapur ni en China ni en Vietnam. Estamos hablando de un muerto de aquí mismo, de Moratalaz, de Vallecas, de la avenida de América o de la Gran Vía. Un muerto como Dios manda, en fin, de fabricación europea, por veinte duros, que es un dinero con el que no se recupera ni la inversión en ortodoncia, imprescindible hoy en cualquier cadáver que se precie.Ahora supongamos que usted se va con el fiambre a un chiringuito que tiene en los bajos de su vivienda y a los dos días obtiene de ese mismo muerto que me compró a mí por 20 duros unos 2.000 millones de pesetas. Imagíneselo, póngase usted en esa tesitura. Me compra un muerto a mí por cien pesetas y lo revende por 2.000 millones a las cuarenta y ocho horas.
Y entre medias sólo hemos tenido que hacer alguna chapucilla: un poco de falsedad en documento público, otro poco de malversación de caudales públicos, una pizca de maquinación para alterar el precio del fiambre, quizá también algo de falsedad en documento mercantil y cuatro o cinco delitos contra la Hacienda Pública. El que algo quiere algo le cuesta. No se ponga usted estrecho porque usted antes de conocerme a mí era un muerto de hambre y yo le he sacado del anonimato, del chiringuito financiero, de la funeraria de la esquina, y he convertido lo suyo de usted en un emporio mortal sin precedentes. Y es que usted, que es un ambicioso, no se limita a revender los cadáveres que yo le paso a un precio de risa, sino que subcontrata las autopsias, pongamos por caso, a una empresa holandesa, no porque sea usted un patriota holandés ni nada parecido, sino porque de ese modo obtiene además beneficios fiscales. Rentabilidad a tope, en fin, por todas partes. Nunca a un óbito se le había sacado tanto beneficio, y todo porque usted, que no es nadie, me conoce a mí, que hasta ayer mismo no era más que el jefe del departamento de muertos en el Ayuntamiento de la capital: un oscuro funcionario, en fin, pendiente de la paga extra de julio y de la bufanda de Navidad, transformado de súbito en un especulador de moda, en un broker de novela de Tom Wolfe, capaz de hacer subir el índice Nikkei y de bajar el Dow Jones y de levantar a un muerto, si es preciso, de la tumba, porque con una firma mía convierto cien pesetas de mierda, con perdón, en 2.000 kilos de carroña líquida. Una fortuna, incluso dos fortunas, pues estamos hablando de 2.000 millones, a 1.000 millones por barba. ¿Quién se acuerda ya de la paga extraordinaria?
Pero vamos a suponer aún que yo no me llevo nada del muerto que le vendí a usted por cien pesetas y que usted revendió por 2.000 millones, un muerto del Estado, pues ya hemos dicho que los muertos son todos del Estado incluso después de este simulacro de privatización que hemos realizado fraudulentamente entre usted y yo. De hecho, la gente no puede hacer con sus muertos lo que le venga en gana. Nuestra primera obligación cuando coincidimos con un cadáver en el cuarto de estar, por muy nuestro que sea, es dar parte al Estado. Si se nos ocurre enterrarlo en el jardín o trasladarlo al pueblo en el maletero del coche, nos meten en la cárcel por traficar con un bien público, así son las cosas. Pero vamos a suponer, decíamos, que yo no he pillado nada de los mil novecientos y pico millones de pesetas de diferencia entre la venta y la reventa, vamos a suponer, en fin, que yo soy un idiota, un gilipollas, un majadero, además de un malversador, para darle más interés a la trama...
Y en este punto es donde empezaría una película increíble cuya sinopsis me han rechazado tres productoras por considerarla inverosímil. ¿En qué mundo viven estos productores?
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