Esplendor de otoño en Aranjuez
Este vergel de 150 hectáreas invita a pasear bajo la fronda dorada de los plátanos, tilos y liquidámbares
La idea, según dicen los entendidos, pudo ser de Fernando VI, que de cuando en cuando sentíase raptado por Ceres y mandaba plantar verduras en lo que siglos atrás fuera la huerta grande de don Gonzalo Chacón, alcalde de Aranjuez, por el placer de venir a regarlas.Pero la cosa se quedó en mero ramalazo agrícola y no fue hasta 1772, siendo príncipe Carlos IV, cuando empezó a formarse a capricho suyo este jardín, trazado en parte por el arquitecto Juan de Villanueva y en parte por Pablo Boutelou -apellido ligado a una larga dinastía de jardineros mayores de los reales sitios-, a quien se debió la plantación de los árboles hoy dos veces centenarios que señorean el augusto pensil.
El del Príncipe es uno de los mayores jardines de Europa, con una superficie que ronda las 150hectáreas -o, para que nos entienda todo quisque, otros tantos campos de fútbol-. Al norte, limita con el sinuoso río Tajo; al mediodía, linda con la rectilínea calle de la Reina a lo largo de tres kilómetros. Lo pueblan majestuosos plátanos, tilos y castaños de Indias, así como viejos oriundos de América: liquidámbares, ahuehuetes, pacanas, caquis de Virginia...; árboles monumentales que, en otoño, cuando Flora extiende sobre sus copas todos los colores cálidos de su inmensa paleta -amarillos, ocres, dorados y rojizos-, resplandecen de ancianidad y hermosura.
Aprovechando estos días de oro, vamos a dar un paseo siguiendo el perímetro del jardín en el sentido de las agujas del reloj: un paseo de sesgo botánico, en el que los árboles más vetustos serán los hitos que guíen nuestro caminar sobre la crujiente hojarasca.
A tal efecto, entraremos en el principesco vergel por la puerta del Embarcadero -la más próxima al palacio, junto al restaurante La Rana Verde- y tiraremos de frente hasta dar en una plazoleta salpicada de pabellones de madera, a cuya vera se alza el imponente plátano de los Pabellones, de 40 metros de altura y dos siglos largos de edad.
Tras rebasar el embarcadero y el museo de Falúas, continuaremos por la vía asfaltada que discurre junto al río hasta que un letrero nos indique el desvío hacia el Jardín Chinesco. Aquí se yerguen, a la orilla del estanque, varios ahuehuetes, el mayor de los cuales mide 46metros y frisa en los 220años. De la longevidad de esta especie da cuenta el ejemplar de dos mil años que vive en Santa María de Tule (Oaxaca, México), o su hermano de Popotela, bajo el que se dice que lloró Hernán Cortés en la noche triste. También veremos algún añoso ciprés y un larguirucho caqui de Virginia -entre el estanque y una cercana casa de ladrillo-, cuyos apetitosos frutos no hay que catar antes de las primeras heladas so pena de paceder un estreñimiento total.
Abandonando el Jardín Chinesco hacia oriente -por el lado del templete de mármol-, cruzaremos enseguida la amplia calle asfaltada de CarlosIII, y aún seguiremos atajando hacia naciente por una umbría vereda hasta salir a la no menos ancha calle de Francisco de Asís. Por ésta pasearemos arriba y abajo: en dirección al río, contemplaremos una alineación de portentosos liquidámbares, cuyo follaje vira ahora al amarillo y al rojo vivo; y en dirección contraria, atisbaremos entre la fronda, a mano izquierda, la casa del Labrador y el palacete de Carlos IV y María Luisa de Parma, lleno de caprichos tales como el gabinete de Platino, con adornos de eso mismo.
Poco antes de llegar a la puerta (siempre cerrada) que limita dicha calle por el sur, se extiende a la diestra un bosquete sombrío, cuajado de yedra e irrigado por una fangosa ría, que sin duda es el rincón más romántico del jardín.
Allá dentro reconoceremos tres árboles prodigiosos: el Plátano Mellizo -dos troncos unidos a una base de 11metros de circunferencia, como la pata de un dinosaurio-, el de la Trinidad -56metros de altura- y el Plátano Padre -230 años-. Este último, acaso el más viejo del lugar, queda junto a la puerta de la Plaza Redonda, desde donde volveremos al punto de partida bordeando la verja del jardín, asombrados por su innúmera prole.
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