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Pakistán: regreso al futuro

Pakistán se convirtió el martes pasado en el primer país de alguna envergadura en el que se produce un golpe de Estado -militar- desde la ocultación de la Unión Soviética. En ese sentido, la acción del general Pervez Musharraf derrocando al primer ministro constitucional, Nawaz Sharif, para tomar el poder en nombre de las Fuerzas Armadas, es un salto atrás, un desconocimiento de la geopolítica contemporánea, que, si no prohíbe literalmente los atentados contra la democracia, sí los desaconseja fuertemente. Se conoce que los militares paquistaníes no leen los periódicos.En los diez años transcurridos desde la caída del muro en noviembre de 1989, o los ocho de la defunción de la URSS en diciembre de 1991, el fin de la bipolaridad, con la desaparición de la llamada amenaza soviética, de un lado, y el fuerte atenuamiento del interés norteamericano en promover y proteger regímenes militares conservadores porque ya no hay Moscú contra el que conservar nada, de otro, se ha producido una gran sequía de Gobiernos directamente autoritarios. Es lo que hoy se llama movimiento de democratización mundial.

En otros tiempos, la reacción norteamericana, con Pekín dispuesto a aprovecharse de cualquier agitación en su patio trasero, con Moscú, cuya presunta búsqueda de una salida al mar habría hecho buen camino a través de un Pakistán amistoso, un golpe militar habría encontrado la amable comprensión de Washington. Ahora, en cambio, la evidente preocupación que el derrocamiento produce en las cancillerías del Primer Mundo carece de ideología conocida. Basta saber que Pakistán y la India poseen el arma nuclear, así como convencerse de que una dictadura es más proclive a la locura estratégica que un sistema democrático, más susceptible de ser presionado por conductos oficiales.

Es como si viviéramos dos tiempos distintos. El mundo, en general, más allá de los golpes correctivos, que ahora ya no son necesarios; y Pakistán, en una burburja temporal propia, en la que el Ejército no hubiera perdido la libertad de movimientos que le reconocía la existencia del enemigo secular.

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¿Por qué Pakistán, entonces, puede vulnerar las reglas del fin de la historia? Fundamentalmente, porque la transición democrática en el país, que formalmente se operó con la muerte en accidente de su penúltimo dictador militar, Zia Ul Haq, en 1988, y la elección del Gobierno civil de Benazir Bhutto, ha sido apenas una cortina de humo.

Desde el restablecimiento de la democracia en un país en el que los militares han gobernado durante 25 de sus 52 años de existencia, ni un solo gobierno ha podido completar su mandato sin que una intervención militar lo interrumpiera, bien es verdad que para facilitar formalmente la reanudación del proceso democrático. Los primeros ministros paquistaníes han gobernado, sino a las órdenes de los militares, sí con su placet, al menos por omisión.

Hoy, pasado medio siglo de su creación, Pakistán es un país de identidad incompleta que no ha tomado decisiones indiscutibles sobre por qué existe.

Ali Jinnah creó Pakistán en 1947, a la partición del subcontinente que también dio nacimiento a la India, como un Estado-refugio para todos los musulmanes del antiguo imperio de Victoria. Jinnah, sin embargo, no concebía que el Estado fuera religioso-musulmán a pesar de que su razón de ser pareciera tan teocrática. Pakistán se definía entonces inevitablemente como lo-que-no era-la-India, que se inventaba, a su vez, como Estado secular por excelencia. Pakistán se construía, además, con una herida en el costado: Cachemira que quedaba bajo control de Delhi, pese a que sus habitantes, islámicos, habrían seguramente preferido caer del lado del país de Jinnah.

Ese 98, o pecado original paquistaní, acrecentado con la pérdida de su mitad oriental -hoy Bangladesh- en otra guerra con la India en 1971, es lo que ha dado al Ejército ese poder esencial definidor de lo nacional, y no que los musulmanes paquistaníes se hallen congénitamente menos dotados que los indios, mayoritariamente hindúes de cultura y creencias, para la democracia. Ese poder militar, de otra parte, aunque no haya sido capaz de justificar la existencia de Pakistán en el mundo, sí es lo bastante autónomo como para saltarse la geopolítica oficial de este fin de siglo.

Si los militares de Islamabad no anuncian el pronto regreso al proceso constitucional, la inestabilidad del subcontinente se acrecentará porque en la India el desarrollo de los últimos años apunta también a una cierta disipación nacional.

Las recientes elecciones legislativas en las que ha reforzado ligeramente su mandato el líder de una coalición de base excluyente hindú, Atal Bihari Vajpayee, son importantes, sin embargo, porque el gran partido unificador laico, el Congreso, ha obtenido el peor resultado de su historia y se aprecia, bajo la dirección de la italiana Sonia Gandhi, viuda de Rajiv y nuera de Indira, la pérdida de poder aglutinador de la dinastía Gandhi, creadora de la India independiente; al mismo tiempo, aumenta el voto regional haciendo del país un ente político también de creciente indefinición nacional, aunque sea razonablemente democrático.

Significativamente, la toma del poder por los militares paquistaníes se ha debido a una grave diferencia de criterio con los civiles sobre Cachemira, a favor de la cual el golpe destruye el reciente acercamiento entre Vajpayee y Sharif en la negociación del problema, tras una breve guerra el verano pasado, en la que el primer ministro paquistaní acabó por obligar al Ejército a retirarse de sus posiciones en la Cachemira india.

El caso de Pakistán, y conflictos como el árabe-israelí, siempre en trance de inminente solución, son quistes que se resisten a la normalización geopolítica a la que, quizá, nos aboca la victoria de Washington sobre el comunismo soviético.

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