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El lado salvaje

Elvira Lindo

Domingo por la tarde. Sale uno del cine con la sonrisa en los labios, una sonrisa común, la de todo el público que ha estado riéndose con un Robert de Niro cómico y genial, parodia de otros Robert de Niros que nos estremecieron. Tiene uno la alegría de haber combatido la melancolía de la tarde con la risa más pura, la que sólo puede provocar la comedia. Remedios contra el bajón del atardecer del domingo, del comienzo ya imparable del otoño, del curso escolar que lleva uno impreso en el corazón y del tiempo que pasa. Al salir a la calle te encuentras con las prostitutas que se apoyan en las esquinas del cine Luna, las mismas que viste al entrar. Se distinguen de las chicas que van al cine como si fueran el reverso de toda la mala fortuna que uno puede llevar dentro. En la cola, esperando el turno para comprar la entrada, mujeres jóvenes, con cierta preparación -éste es un cine en versión original-, bien alimentadas, cuidadas, muchas de ellas guapas, vestidas con un sport elegante y confortable para este frío que comienza; en la esquina, esperando la llegada de algún cliente, ellas, las prostitutas, algunas son jóvenes, pero parecen estar ajenas a la juventud, algunas llevan escrita en la cara su afición a la heroína; otras, las mayores, pueden tener la gordura de nuestras madres, de señoras de edad; ésas llevan escrito el tremendo aburrimiento, la rutina del oficio y la dureza de la calle.Hablan con los clientes con menos alegría que aquellas otras chicas de la canción de Lou Reed, las que te invitaban al lado salvaje y hacían los coros de una maricona que también hacía la calle: Tú turú, turú, tuturutú... Éstas, las de Montera, las que se apoyan en las puertas de lugares que tienen nombres tan prometedores como El Chohuí, mantienen unas conversaciones tediosas con los hombres. Uno quiere pillar algo de lo que hablan, y acaba suponiendo que se trata de detalles puramente técnicos, expuestos con la misma exactitud con que se compra una cremallera en una mercería, con el mismo desinterés. No llegas a saber si esos hombres son clientes o son chulos, porque todos responden a la misma pinta, una pinta algo indigna y bastante vulgar. Hombres mayores que las tienen ferozmente sometidas, o viejos que han salido a por una bandeja de pasteles y aprovechan para regatear por un trabajo rápido. Porque lo que uno imagina es que en esas conversaciones no hay más que regateo y un precario calentón previo. En tu cabeza tienes todavía a los matones de la comedia americana, y ves a estos otros, y la vida te parece siempre mucho más cutre que el cine y no hay asesino en la ficción que provoque tanta repugnancia como ese hombre que ves que se acerca a la prostituta y le da una indicación y ella asiente y sabes que, por esas extrañas leyes de poder que intercambiamos los humanos, él lleva viviendo de ella mucho tiempo.

Pero Madrid tiene esa ventaja, esa ventaja que se encuentra en muy pocas ciudades que uno ha visitado fuera de España, la ventaja de que todo está ahí, ante tus ojos, a las puertas de un cine que proyecta en versión original, en unas calles tan frecuentadas por los que viven bien como por los que viven mal.

Esa misma mañana de domingo escuchaba hablar de la prostitución en una tertulia de la radio y me daba la impresión de que cada uno ya sabe lo que tiene que decir al respecto. Los de derechas, reprobarla; los de izquierdas, teorizar sobre el derecho a vender el cuerpo, sobre la libertad de hacerlo; yo creo que en el fondo eso esconde la ingenua esperanza de que aquel o aquella al que compras sus servicios esté feliz de estar contigo. Es una fantasía que suele darse en los intelectuales, la de la buena samaritana.

Escucho las opiniones de estos tertulianos y estoy segura de que todo estaría más claro si tuviéramos la posibilidad de estar una sola tarde dentro del cuerpo, del alma de una de estas mujeres. O simplemente plantearnos esta cuestión: ¿Me gustaría estar en su lugar, sería realmente más libre estando en su lugar? Pero ese pensamiento corre veloz por mi mente porque ahora lo que busco es un restaurante que me complete el buen sabor de boca que me ha dejado Una terapia peligrosa. Ahí se quedan ellas, en esta noche que es la primera del frío que dentro de poco se nos habrá echado encima.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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