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Veinte años de beneficios y una quiebra cantada

El 16 de julio de 1979 abrió sus puertas en La Vila Joiosa el Casino Costa Blanca, la segunda sala de juegos que acogía la España democrática. Su construcción implicó una inversión de 800 millones de pesetas, y al finalizar ese mismo año contabilizó unos ingresos brutos de 495 millones de pesetas, ampliamente superados al año siguiente, cuando los ingresos ascendieron a 1.111 millones. Veinte años después, por sus instalaciones han pasado más de tres millones de personas, y los ingresos brutos, sólo en las mesas de juego, se elevan a 25.445 millones de pesetas, cantidad a la que habría que sumar la facturación, también multimillonaria, de máquinas tragaperras y los servicios de hostelería. ¿Puede una empresa con estos resultados situarse al borde de la quiebra técnica hasta forzar una intervención pública para intentar saldar deudas, mantener la actividad y garantizar los puestos de trabajo? Por extraño que pueda resultar, eso es lo que ha ocurrido. La del Casino Costa Blanca (hoy Royal Palm Casino) es una historia plagada de despropósitos y despilfarros. Una desastrosa gestión, traspaso de acciones, venta de terrenos, dejación de funciones e intervenciones judiciales han llegado a afectar seriamente a su imagen. Una nueva dirección y la remodelación integral del casino intentan ahora recuperar la clientela. Reuniones en Kenia Hasta el nacimiento mismo del Casino arranca del misterio. Se trata de una concesión administrativa otorgada en 1978 a un particular cuyo nombre nadie recuerda, pero que no llegó a participar en su puesta en funcionamiento. Fue Nicolás Franco, sobrino del dictador, quien puso en marcha en negocio, y lo mantuvo hasta 1996, cuando las acciones pasaron a manos del empresario francés afincado en Benidorm Roch Claude Tabarot, que apenas se ha mantenido por espacio de tres años. Los primeros balances de resultados y visitantes hicieron ver a los iniciales propietarios que el Casino era una máquina de hacer dinero fácil y rápido. Maletas cargadas de billetes viajaban a diario de La Vila Joiosa a Madrid, en la sala de juego se vivía a cuerpo de rey, y hasta se tienen noticias de la celebración de reuniones ordinarias del Consejo de Adminsitración en Kenia, con cacería incluida. Eran los gloriosos años ochenta. Madrid no tenía casino, la costa se desarrollaba a pasos de gigante, el dinero circulaba a velocidad de vértigo y el casino ofrecía diversión y riesgo, combinado perfecto para nuevos ricos ávidos de aventura. El casino, por aquel entonces, estuvo ligado a nombres hoy tristemente recordados. La asistencia jurídica estaba en manos de Fernando Múgica, asesinado por ETA, y en el listado de directores figura Francisco Flores, hoy condenado por el caso Filesa. Nadie se explica cómo, en 1986, la autoridad judicial tuvo que intervenir la caja del Casino a requerimiento de un banco y Hacienda, que reclamaban el pago de deudas. Tres años después las cuentas estaban saneadas, y en 1989 se estableció un record no superado: 2.017 millones de ingresos brutos, sin contar tragaperras y bares. Con los noventa llegó la crisis económica. El casino no se resiente, pero los ingresos se desvían a Madrid y vuelven los impagados. En 1997 el Consell interviene de nuevo la caja: la deuda por impago de tasas e impuestos asciende a 1.460 millones (2.317 millones hasta este año), que se salda con el embargo y la adjudicación del casino, el pasado abril, a Casinos del Mediterráneo. Esta sociedad, presidida por Jesús Álamo, consiguió de Bancaixa, 20 días antes de que el edificio pasase a su propiedad, un préstamo hipotecario de 2.000 millones de pesetas sobre los solares e inmuebles que albergan el casino. En esas fechas, el edificio estaba embargado por la Generalitat en garantía del cobro de las deudas pendientes. Álamo sostiene que ofreció garantías particulares para obtener la hipoteca.

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