El general en el laberinto
Es requisito común a todo proceso de extradición el de la doble incriminación, es decir, que los hechos en cuya virtud se solicita la entrega de un inculpado sean constitutivos de delito tanto en el país requirente como en el requerido. En la apelación ante la Cámara de los Lores del pasado mes de marzo, respecto del general Pinochet, estaba en discusión además la inmunidad del reclamado. Los lores procedieron, pues, a eliminar del proceso todos aquellos delitos que, a su entender, no cumplían aquel requisito, analizando a continuación si el general Pinochet disfrutaba o no de inmunidad respecto de los restantes. La conclusión es conocida: consideraron que el general Pinochet sólo podía ser objeto de extradición por los delitos de tortura y conspiración para la tortura cometidos después de diciembre de 1988, fecha a partir de la cual la Convención contra la Tortura de 1984 estaba en vigor en el Reino Unido, España y Chile.La resolución de los lores salvó lo principal: declaró que todos los individuos deben responder por crímenes contra el derecho internacional, incluso aunque fueran jefes de Estado al cometerlos, sin que pueda oponerse frente a una imputación de esa naturaleza el hecho de que se hubiese actuado en el desempeño de funciones oficiales, porque el derecho internacional no puede reconocer como tales los actos que constituyan crímenes según el propio derecho internacional.
Declaró también que Chile no podía alegar vulneración de su soberanía porque, al ratificar la Convención, había aceptado que "todos los Estados signatarios tendrían competencia para juzgar los casos de tortura de Estado, incluso aunque se hubieran cometido en Chile".
Los lores proclamaron también que tales crímenes son de jurisdicción universal, es decir, perseguibles en y por todos los países del mundo; y en lo que se refiere a la tortura, perseguibles con carácter obligatorio por todos los países signatarios de la Convención de 1984. En ese contexto resulta inconsistente la argumentación, que vuelve a escucharse estos días, de que España no tendría competencia al no haber ciudadanos españoles entre las víctimas de los delitos de tortura cometidos después de diciembre de 1988. No es cierto. Tampoco hay víctimas británicas, y sin embargo los lores aprovecharon para recordar al ministro Straw que, si no concede la autorización para la extradición a España de Pinochet, éste deberá ser juzgado en los tribunales británicos.
La drástica reducción de los cargos contra Pinochet no parece, sin embargo, justificada. En su decisión los lores, a pesar de analizarlos con detalle, prescindieron de la costumbre internacional, de los principios generales del derecho y de los precedentes judiciales: aplicaron sólo los convenios, y no todos. Procuraron, seguramente, dictar una resolución que resultase inatacable desde el punto de vista de la soberanía de Chile, y para ello analizaron el requisito de la doble incriminación únicamente desde el punto de vista de su derecho interno escrito, obviando la aplicación del Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966, que les permitía analizar ese requisito con arreglo al derecho nacional o internacional, y les hubiera permitido autorizar la extradición por cualquier conducta que al cometerse fuera delictiva según los principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional.
La eliminación de muchos de los delitos imputados al general no impide la continuación del proceso, pero es cualitativamente sustancial, y conduce a resultados aparentemente incoherentes. Si, como se afirma, la prohibición de la tortura sistemática de los ciudadanos por los servicios oficiales del Estado es una norma de ius cogens, obligatoria para todos los países del mundo, hayan firmado o no la Convención de 1984, y la tortura es un delito universalmente perseguible con carácter extraterritorial, ¿cómo podrán no serlo las ejecuciones extrajudiciales masivas, o la sistemática desaparición forzada de los detenidos, que son conductas objetivamente más graves? En derecho, lo que no es razonable suele no ser justo.
Debe convenirse, a pesar de todo, que la decisión constituye un avance histórico en la protección jurisdiccional de los derechos humanos. Más trascendente aún resulta, comparativamente, la previa resolución de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional española.
La Cámara de los Lores ha determinado también que la demanda española, por aplicación del Convenio Europeo de Extradición, no necesita para su estimación la presentación de evidencias de los cargos imputados. El resultado del debate que hoy comienza en Londres debería ser, pues, previsible. El proceso parece haberse convertido para algunos, sin embargo, en un laberinto cuya salida no aciertan a encontrar.
La actitud del Gobierno español, partidario inicialmente de la negociación, luego del arbitraje, y ahora de llevar la controversia al Tribunal de La Haya, ha contribuido a extender la confusión. Las nuevas salidas de tono de la Fiscalía de la Audiencia Nacional han hecho el resto.
Las salidas del laberinto están, en realidad, escritas. El arbitraje no parece posible. Las reclamaciones del ciudadano Pinochet contra el tribunal que le ha procesado no pueden ser resueltas por una decisión arbitral entre dos Estados, ninguno de los cuales es parte en ese procedimiento judicial. Según nuestra Constitución, el Gobierno no tiene poder de disposición sobre ningún procedimiento penal, y el principio de oportunidad no existe en nuestro sistema jurídico. ¿Sobre qué piensa transigir, entonces, el Gobierno español? La jurisdicción extraterritorial para el delito de tortura está regulada por normas de ius cogens de derecho internacional, que no pueden ser modificadas ni derogadas por acuerdos entres los Estados.
A pesar de la favorable actitud del ministro Matutes, es seguro que Chile sopesará adecuadamente la posibilidad de acudir ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya porque, naturalmente, quien puede demandar, puede también ser demandado. Y no, en particular, por España, ya que nuestro Gobierno no parece estar interesado en tal posibilidad, y ha demostrado mucho más interés por la suerte de las inversiones españolas en Chile que por la de nuestros desaparecidos en aquel país. Pero sí, por ejemplo, por los demás países que tienen interersada la extradición de Pinochet; o por cualquiera de los otros más de cien Estados que han ratificado la Convención contra la Tortura, a quienes la Corte tendría que dar traslado de la solicitud, pudiendo intervenir desde ese momento cualquiera de ellos como parte en el proceso. Chile podría encontrarse en situación de dar muchas más explicaciones que las que dice estar dispuesto a pedir: empezando por la suerte de los mil doscientos ciudadanos que permanecen desaparecidos, la mayoría desde hace más de veinte años; o por la tutela judicial que hasta ahora han brindado a las víctimas los tribunales chilenos. El Reino Unido y España podrían, además, oponer a la solicitud chilena las reservas que formularon al aceptar la jurisdicción obligatoria de la Corte en 1969 y 1990, respectivamente.
El proceso Pinochet ha originado muchos problemas, pero se ha convertido en un referente para la protección universal de los derechos humanos, por encima de la voluntad de los Gobiernos. Quienes reivindican en esta oportunidad la soberanía de Chile para que Pinochet regrese a su país sin ser juzgado, deberían reflexionar previamente acerca del contenido efectivo de la soberanía de los Estados. Sabemos cuál es su significado para muchos países en desarrollo: convertir los sistemas políticos en democracias de papel, en estados de derecho de segunda clase, donde la igualdad ante la ley es pura ficción. Los "juicicios de Madrid" han tenido otro efecto en Chile y en Argentina: la impunidad empieza a desvanecerse. Por primera vez los jueces chilenos, y de nuevo los argentinos después del "punto final", han asumido que su ley interna les permite hacer lo que hasta ahora resultaba impensable: pueden administrar efectiva justicia, proteger a las víctimas y exigir responsabilidades a los culpables de crímenes execrables que peremanecían impunes; y lo están haciendo.
La extradición de un ex jefe de Estado por crímenes contra la humanidad en aplicación de la jurisdicción universal no conoce precedentes. Pero si queremos que el derecho internacional se desarrolle y se convierta en un instrumento eficaz de protección de los derechos humanos, tenemos que dejar nacer a esos precedentes. La suerte y la esperanza de muchas personas está en juego.
Carlos Castresana Fernández es fiscal.
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