El buen salvaje
Algunas cosas son como algunas personas: cambian tanto que, a veces, llegan a convertirse justo en lo contrario de lo que eran las ciudades; por ejemplo, ya no son sitios a los que todo el mundo sueña con llegar, sino lugares de los que todo el mundo quiere irse, como demuestra la continua pérdida de población que sufre Madrid desde hace más de 20 años. Los números, exactamente igual que las palabras, significan cosas, no deben ser reducidos a la categoría de simples datos -25.026 nacimientos y 25.161 muertes el año pasado; 72.489 habitantes nuevos y 87.004 bajas, etcétera-, sino tomados como la parte visible de un problema mucho mayor: la gente ya no tiende a encontrarse con los demás, sino a esquivarlos, construye sus vidas considerando el aislamiento un triunfo y la compañía una incomodidad o un peligro, busca casas lejanas, solitarias, sitios en los que pueda acorazarse contra los otros, ser inaccesibles; la gente trata de repetir, en cierta medida, el mito del pequeño salvaje, sólo que al revés, pensando que ahora es la cercanía de los otros lo que embrutece, que la verdadera selva es el mundo civilizado de las computadoras, y los bloques de oficinas y los teléfonos celulares.¿Por qué? ¿Cuáles son las causas de su fuga. Es como si la mayoría aspirase a lograr dos vidas independientes una de la otra, según si se trata o no de horas laborables; vidas tan independientes que estoy seguro de que una gran parte de nosotros nos habremos visto sorprendidos en más de una ocasión al ser invitado un fin de semana a uno de esos chalés construidos en una urbanización, sobre un rectángulo de césped, junto a unos árboles o una piscina, y encontrarse cara a cara, cuando los dueños nos abren la puerta, con un desconocido, alguien que se parece vagamente a la mujer o el hombre con quienes alternamos de lunes a viernes en el trabajo o a los que vemos detrás del mostrador de un banco, de una tienda, vestidos de ellos mismos, usando al hablar su tono de siempre, haciendo cosas normales como escribir sobre unos impresos, envolver algo, teclear en una caja registradora. No se trata de la ropa informal, ni de los gestos nuevos que usan para ofrecernos una cerveza o encender la barbacoa, sino de algo más, de unas caras que parecen tener los rasgos de quien acaba de soltar algo muy pesado, de quien sale a la superficie después de aguantar la respiración bajo el agua. Te das cuenta nada más echarles la vista encima: se sienten aliviados, a salvo, felices de estar lo suficientemente lejos del infierno.
Quizá el síntoma más extraordinario de esta lucha por estar a solas, de este recelo ante la sociedad y sus individuos, sea la aparición de algunas familias como la de Gabriel, el niño de Almería al que sus padres han matriculado en un colegio de Estados Unidos y que recibe sus clases a través de Internet, sin necesidad de mezclarse con otros alumnos, de someterse a la disciplina de las aulas, los profesores, los compañeros. Gabriel también tiene algo de buen salvaje, algo de Robinson Crusoe de Defoe o el Tarzán de las novelas de E. R. Burroughs, pero también lo tiene al revés: su independencia no está asociada a la naturaleza, sino a la ciencia, es posible precisamente gracias a los ordenadores, la conexiones vía satélite. ¿Cómo será Gabriel de mayor? ¿Estará preparado para compartir algo con los demás o será como esos animales de los experimentos, capturados cuando son apenas unos cachorros y que, por lo general, al ser devueltos a las montañas, los bosques o lo océanos se muestran incapaces de sobrevivir: no saben cómo cazar, cómo aparearse, cómo buscar compañía? Es difícil de predecir. Es difícil adivinar si el caso de ese niño es una conquista de la libertad individual o solamente la máxima expresión de ese fenómeno que hace que las personas se vayan de las ciudades fabricadas para su comodidad y que ahora les resultan insufribles. Dentro de un tiempo, nuestros descendientes abrirán un diccionario o una enciclopedia virtuales, mirarán por pura curiosidad la definición de hombre: "Animal insociable y a veces violento, que vive apartado de su especie en pequeñas manadas y comunidades restringidas. Es, a la vez, carnívoro y hervíboro, se relaciona con los demás de un modo esporádico y discontinuo a través de una ciberpantalla. Los estudiosos aseguran que, pese a todo, en algunos aspectos es muy superior al resto de las bestias".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.