El crecimiento del precio de los medicamentos
El continuo incremento del precio de los fármacos se debe sobre todo a la aparición de nuevos productos cada vez más caros
En España, los precios de los medicamentos suben sin cesar y con gran rapidez, a pesar de que están regulados por el Gobierno. En los últimos nueve años, de 1990 a 1998, el precio medio por unidad de las medicinas incluidas en el Sistema Nacional de Salud ha crecido el 101,2% (de 846 a 1.703 pesetas), mientras el índice de precios al consumo aumentaba el 35,4%. Una diferencia de 65,8 puntos, nada menos, que revela el alcance y la tenacidad que los precios farmacéuticos muestran como foco inflacionista. Tan acentuado incremento se debe casi en su totalidad a la aparición de medicamentos nuevos o seudonuevos (antiguos más o menos maquillados) siempre con precios más altos, y con frecuencia mucho más altos, que los de aquéllos ya existentes de su mismo grupo o finalidad terapéutica. En el mercado farmacéutico, la competencia es deficiente: no se compite por el precio, sino por la diferenciación del producto, y, claro está, el medicamento nuevo supone la diferenciación completa. No hay otro igual y, protegido por la patente y la marca, constituye un cuasimonopolio temporal que, en la práctica, permite a la empresa productora cargar precios de monopolio, precios desproporcionados a los costes y a las expectativas de demanda. El control del Gobierno, en estos casos, no pasa de simple formulismo, porque siendo el producto nuevo desconocido por definición, las autoridades farmacéuticas carecen de referencias económicas en que sustentar sus juicios y, de hecho, quedan a merced de la empresa frabricante que, naturalmente, dispone de todos los datos y busca maximizar sus ganancias.
De este modo, la competencia por diferenciación del producto y los sustanciosos precios de monopolio que las novedades consiguen, estimulan la fecundidad de la industria farmacéutica. Descubrir y vender productos nuevos o seudonuevos es el motor del negocio de las medicinas y de su insólita tasa de beneficios (la función verdadera de la investigación farmacéutica es mercantil), de forma que el mercado farmacéutico está sometido a una constante y caudalosa renovación. La mayor parte del consumo es atendido por medicamentos jóvenes que se suceden a precios cada vez más caros. Se estima que, en 1996, los de menos de 10 años representaban el 65% de la venta total en pesetas en España. Una corriente renovadora que encarece sin cesar el precio medio de los fármacos y lamentablemente está formada, en su mayor parte, por productos cuyas aportaciones curativas son pequeñas o cosméticas. En farmacia, los auténticos avances y hasta los perfeccionamientos útiles son muy pocos. Por ejemplo, de 45 nuevas especialidades farmacéuticas introducidas en el mercado español durante 1991, 1992 y primer semestre de 1993, sólo tres poseían ventajas terapéuticas importantes (Estudio Somergen, 1994). La crecida cantidad (42 de 45) de novedades especulativas, clínicamente menores si no innecesarias, indica que el crecimiento del precio medio de los medicamentos es muy superior a las ganancias en utilidad. Cada año, la sociedad española paga mucho más dinero -aumento del precio medio- por muy pocas ventajas terapéuticas más. Dicho de otro modo, el precio de los medicamentos en España se corresponde mucho más con la novedad que con la capacidad curativa. Algo absurdo que comporta un enorme despilfarro de recursos sociales. No sería difícil, sin embargo, reducir tal despropósito. Bastaría con que el Gobierno implantase la llamada "cláusula de economía sanitaria", que establece lo siguiente: todo medicamento nuevo debe demostrar un valor socioeconómico superior a los de su mismo grupo terapéutico existentes en el mercado para ser reembolsado por la sanidad pública u obtener un precio de venta más alto. O sea, pagar sólo lo que añade utilidad. Una medida de administración elemental que, desde hace años, se aplica en no pocos países exigiendo a cada nuevo producto un análisis coste/ efectividad (comparación del coste por unidad de resultados del medicamento nuevo y de sus similares antiguos que simula los efectos de la competencia por el precio). Esta evaluación económica se requiere oficialmente en Australia (desde 1992, y hoy los precios farmacéuticos son allí un 50%-60% más bajos que en el resto del mundo), Canadá/ Ontario y Reino Unido, y de manera oficiosa en Alemania, Bélgica, Holanda, Estados Unidos, para el Medicaid y la asistencia gestionada privada, Francia, etcétera.
En España, el Gobierno prefiere seguir atado a criterios arcaicos que limitan su capacidad de acción sobre los precios a las rebajas que de vez en cuando ordena. Con ellos consigue el Gobierno algunos ahorros que desaceleran artificialmente el galope del gasto farmacéutico, pero cada rebaja es engullida en pocos meses por la inacabable corriente de novedades caras, y el gasto rebrota con igual fuerza. Medidas superficiales que favorecen los intereses políticos, porque ese ahorro momentáneo acicala las estadísticas y da la falsa impresión de que el Gobierno actúa con firmeza, cuando en realidad no afronta, sino que consiente los costosos desbarajustes del consumo farmacéutico en España. La reciente rebaja del 6% (para la industria, un 3,9%, equivalente a la cantidad que, en 1998, ya había pactado aportar) es otro episodio de esta política cuidadosamente superficial. Se calcula que puede ahorrar unos 52.000 millones de pesetas. Más, muchísimos más podría dejar de malgastar el Gobierno sustituyendo el derrochador proceso actual de formación de los precios, principal raíz del desordenado crecimiento del gasto farmacéutico, por la cláusula de economía sanitaria.
Enrique Costas Lombardía es economista.
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