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El malo tiene razón

Gerhard Schröder, primer canciller socialdemócrata alemán en más de tres lustros, ha anunciado resistencia numantina contra los adversarios a su plan de austeridad. Hace bien, aunque todo parezca irle mal en los últimos meses y más de un compañero quiera hacerse desaparecer de las fotos de viajes comunes. Es terrible tener que someterse a un calvario electoral como el suyo. Pero no es inútil. Es, además, imprescindible, y lo saben muchos de los que cómodamente arropados le han tachado de malo de esta película. Por supuesto seguirá perdiendo elecciones una tras otra. De momento. Pero no tiene otra opción. La alternativa es tirar por la borda la gran victoria del pasado año y la posibilidad de sacar a Alemania de su autoengaño patológico. De momento nadie parece quererle. Ni su partido, ni el electorado, ni los medios a los que tanto quiso él, ni la política. No le defiende ni la economía, todos esforzados en no hacerse enemigos.Y es, sin embargo, Schröder el primer líder político alemán desde Willy Brandt y antes Konrad Adenauer que quiere reformar sustancialmente, de forma radical y valiente, la forma de vida de una sociedad que, bajo el manto de los derechos supuestamente adquiridos, no sabe en qué mundo vive y es alérgico a las reformas. Alemania vive en el ayer. Helmut Kohl, con todos sus méritos, no hizo en el terreno de las reformas fiscales y el déficit público sino convencer a los alemanes de que podrían seguir en el pretérito indefinido. Schröder tiene ahora la ardua tarea de desmentirle. Y no puede ni debe fracasar porque lo haría Europa entera. Despotriquen todos sobre sus siempre lamentables fracasos de comunicación, sobre sus arrogancias personales, sus frivolidades más o menos manifiestas y su prepotencia pretérita.

Pero lo cierto es que el malo tiene razón. A Schröder, después de un año de perenne sonrisa, le han salido las arrugas y el rictus serio del poder lúcido. Y que hoy apuesta menos por ser querido que por acometer la gran tarea que es poner a una potencia como Alemania en marcha y romper la maraña legal, administrativa y de obligaciones paternalistas que la tienen cautiva, paralítica y cuasi insolvente. Los odios los tiene garantizados, y lo sabe. Entró en la política por vanidad. Schröder nunca lo ocultó. Como otros líderes en el pasado, ha cambiado de prioridades en su largo caminar hacia esas metas que justificaban ante sí mismo los ingentes esfuerzos invertidos en la apuesta. Schröder es, de alguna forma, el ambicioso necesario para que ese gran país se observe por fin con clarividencia, en sus debilidades y posibilidades. Éstas son más que aquéllas, siempre que se observen los alemanes con sinceridad y la generosidad para renunciar a algo de lo mucho que tienen como privilegio y creen derecho.

Hay una certeza general en Alemania. La tienen asumida partidos, instituciones, sindicatos e incluso esos gremios que torpedean todo menos lo que directamente les conviene o, al menos, no les perjudica: Alemania no puede financiarse como lo ha hecho hasta ahora. Su déficit se ha duplicado desde 1994. En un lustro, los alemanes han doblado su servicio a la deuda. Hasta aquí hemos llegado, y quien diga que con parches lo arregla, miente o yerra. Schröder seguirá perdiendo popularidad y votos hasta que el malhumor de los alemanes, angustiosamente remisos a todo recorte de protecciones insólitas, quiera dar paso a la serena lucidez de que la ciudadanía alemana no se ve abocada a la miseria por unos recortes y una disciplina presupuestaria acorde con los tiempos y que todos los demás europeos han tenido que asumir partiendo de peores situaciones. Calificar la política de austeridad de Schröder y su ministro Hans Eichel de "tatcherismo" es, sencillamente, una majadería. Alemania no puede hacer de avestruz europea, porque, si así fuera, los demás quedarían condenados a ser murciélagos.

Schröder sabe que han quedado atrás los tiempos en los que podía quedar bien con todos. Se le ha agriado la sonrisa. Pero a ciertos cargos se accede porque se quiere y hay que llegar bien llorado. Al final tendrá el apoyo de unos cristianodemócratas de la CDU a los que les sobra lucidez y responsabilidad para saber que tienen que ayudar al actual canciller a imponer unas reformas que ellos mismos consideran imprescindibles. Schröder debe aguantar, derrota tras derrota, hasta la victoria final, hasta imponer y convencer a los alemanes de la necesidad de una modernidad que éstos se obstinan en rechazar. Los alemanes son diligentes, pero tienden al miedo existencial ante cualquier cambio. Schröder intenta que lo superen. Esto no le garantiza el éxito. Pero sí le hace merecedor de mucho más respeto que el que se le está otorgando.

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