Los desconocidos
Vas caminando por las calles y no tienes la más remota idea de quién es, de verdad, cada una de las personas con las que te cruzas, cuál es su vida privada, cuáles son sus pensamientos inconfesables, de qué naturaleza es el objeto de sus mentiras. Te paras en un semáforo al lado de alguien cuya apariencia no dice lo más lo más mínimo de sí mismo, guardas la cola de un cine ante unos ojos que clavan en tu nuca una mirada por completo indescifrable, compartes durante largos segundos el ascensor con otro de actitud muy parecida a la tuya pero de cuya vida diaria nada sabes. Una de mis actividades preferidas, quizá la más inquietante, es la de pasar el rato imaginándome quiénes son los desconocidos que me rodean, la relación que mantienen con la persona que les acompaña, cómo ha sido su infancia, qué asunto terrible se traen entre manos, si están enamorados, si son felices o si sufren alguna enfermedad. Es un juego interminable e imposible, porque nunca podrían mis suposiciones acercarse a la verdad. Aun contando con la remota posibilidad de que una de esas personas objeto de mi fantasía me fuera presentada o coincidiera conmigo en una circunstancia proclive a cierta comunicación, es muy probable que apenas llegara a conocer sus miedos, sus secretos o, simplemente, lo que a su vez esa persona piensa en realidad de mí, cómo me ve, cuáles son las preguntas que le provoco, en qué coinciden lo que uno es y lo que ven los otros y dónde comienza el agujero negro de nuestra identidad. Recuerdo aquella máxima que tantas veces me fue repetida en mi infancia: "Nunca vayas con desconocidos". Con esa mezcla de inocencia y osadía que caracteriza a la falta de experiencia, aquella consigna me parecía exagerada, alarmista y conservadora. Hoy también me lo parece, por otras razones, y, sobre todo, me parece imposible de llevar a la práctica, una vez descubierto el hecho inevitable de que hasta la persona a la que supuestamente conoces mejor será siempre una desconocida. Si nunca fuéramos con desconocidos, nos perderíamos un buen número de satisfacciones (amores, amigos, amantes, gente curiosa) pero, además, tendríamos que renunciar a cualquier tipo de intimidad con otro. Porque, ¿qué hace nuestro amigo o nuestro amante cuando sale a dar una vuelta solo? ¿qué es eso que nunca nos ha confesado? ¿hasta dónde alcanza su fingimiento? ¿quién es, de verdad, nuestro amigo o nuestro amante? Sería, nuestro amigo o nuestro amante, uno de esos desconocidos con los que no deberíamos ir jamás.
El 27 de septiembre se iniciará el juicio contra el mayor violador en serie de la historia reciente de Madrid, conocido como el violador de Pirámides. Se le atribuyen 42 violaciones de las 150 que él mismo confesó y que no han podido ser probadas. Se llama Arlindo Luis Carvalho Cordero, uno de esos nombres raros que se vuelven familiares por la fuerza de la costumbre (si uno le "conoce", seguro que acaba saludándole con naturalidad: "¿Qué tal, Arlindo?"). Para pasar inadvertido, a punta de navaja, ordenaba a sus víctimas: "Agárrame por detrás, como si fuéramos novios". Una de esas parejas de novios con cara de no pasarlo muy bien con las que nos cruzamos por la calle. Y nadie alrededor percibiendo la terrible intensidad de ese momento. Al margen de la repugnancia que me produce el contenido concreto de sus delitos, no dejo de intentar recrear la vida cotidiana de este violador. Porque lo más inquietante de su historia es que Arlindo, durante los ocho años en que violó sistemáticamente a 150 mujeres, estaba casado y tenía dos niños. Lo más sobrecogedor es que, una vez violada la víctima de turno, Arlindo regresaba a casa con su familia. ¿Era un hogar?¿Era simpático y bondadoso con sus hijos? ¿Cómo sería la intimidad de esta pareja?
No puedo dejar de hacerme estas preguntas que quizá sean morbosas pero que se refieren a esa parte de la realidad que nos pertenece sin que la conozcamos. No dejo de imaginarme el último suspiro, quizá de placer, de la mujer de Arlindo antes de cerrar los ojos por las noches y disponerse a dormir, sin sospechar que su realidad era otra mujer, a veces una adolescente, aterrorizada, herida y violada, quizá intentando conciliar el sueño en un hospital y sin poder olvidar el tacto espeluznante de la mano de ese desconocido que quizá entrelaza con rutina la suya.
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