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Tribuna
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La soga

Entre todas las películas de la historia del cine, no hay ninguna más cruel que La soga, de Alfred Hitchcock: quien la haya visto, seguramente no habrá sido capaz de olvidar esa historia de dos jóvenes estudiantes que una mañana deciden asesinar a un compañero por puro placer, sin ningún motivo en especial, en un juego macabro que pretende demostrar la existencia del crimen perfecto; después de ahorcar al muchacho con una soga, lo ocultan en un arcón, ponen un mantel encima y, siguiendo un ritual enfermizo, hacen que los invitados a la fiesta que habían organizado, entre los que están los familiares del muerto, coman y charlen desenfadadamente sobre su cadáver. Durante toda esta semana no he podido dejar de pensar en esa película, en el escandaloso primer plano de la escena inicial en que los dos desalmados le quitan la vida a su víctima y nos dejan a todos sin aliento, paralizados por la sorpresa y el horror que producen los actos que son a la vez inexplicables y monstruosos, terribles y gratuitos. No he podido dejar de pensar en ella al leer las noticias sobre el "asesino del rol", ese ser dañino y repugnante que hace algo más de cuatro años apuñaló sin ninguna causa a un hombre inocente, lo ejecutó sin piedad en medio de la calle porque así se lo mandaba el juego que él mismo había creado. Apuñaló diecinueve veces a un padre de familia que esperaba pacíficamente el autobús para regresar a su casa y, luego, sorprendido por su larga agonía, escribió en su diario: "Es espantoso lo que tarda en morir un idiota". A este tarado, ejemplo inmejorable de lo que puede ocurrir al mezclar un puñal y un imbécil, acaban de darle un permiso penitenciario para que se examine de Química, para que haga en un laboratorio, durante tres días, las pruebas necesarias para acabar su carrera. Creo que la gente tiene todo el derecho del mundo a preguntarse si ésa es una decisión justa. No si es legal o necesaria, positiva o errónea, inevitable o constitucional: sólo si es justa.Muchas personas no pueden entender que los delincuentes mayores, los que tienen sus manos manchadas de sangre, puedan sacar tantas ventajas de la ley que ellos mismos han quebrantado; no pueden comprender cómo es posible que se amparen en tantos derechos quienes una vez, comportándose igual que alimañas, actuando con ferocidad y sin misericordia, violaron el único de los derechos básicos que además es irreparable: el derecho a la vida, el derecho a regresar a casa después del trabajo, darte una ducha, tomar la cena, ver la televisión con tus hijos; el derecho a no ser asaltado por un cretino con delirios de grandeza, por un ángel exterminador cegado por ese veneno que surge cuando se combinan la estupidez, la maldad, el desprecio.

Otros sí lo entienden, ven oportuno y consecuente que los presos, sea cual sea la causa por la que están en la cárcel, disfruten de la oportunidad de intentar huir de ellos mismos, busquen un modo de reinsertarse, puedan llenar de la mejor manera posible las horas geométricas de sus celdas, estudiando, aprendiendo un oficio, buscando algo en la oscuridad como quien hunde una mano en el agua para buscar algo brillante en el fondo de un río. ¿Por qué no? ¿Por qué es peor un condenado más culto, menos ocioso, más útil?

Posiblemente el gran problema resida en comparar las posiciones del muerto y del asesino, al sobreponer la actitud razonable y generosa de la sociedad sobre su falta de clemencia, sobre su determinación inhumana y fría. Los muertos no pueden andar hacia atrás, no pueden intentarlo de nuevo, soldar lo que se ha roto, repetir las cosas desde el principio. Los muertos no pueden reinsertarse, no se pueden arrepentir de estar muertos, ni tener una segunda oportunidad. Los asesinos sí pueden hacer todo eso; pueden bifurcarse en mujeres y hombres distintos, mejores de lo que una vez fueron. Así son las cosas y quizá así hay que aceptarlas, aunque unas veces cueste más que otras; aunque pensarlo produzca una extraña inquietud. El criminal acabará su carrera, será alguien más inteligente, más cualificado. "La basura brilla cuando sale el sol", dice Goethe. Es verdad, pero, en cualquier caso, no deja de ser nada más que eso: simple basura.

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