Miserachs y sus amigos ANTONI PUIGVERD
Los vivos intentan que sus muertos sigan viviendo. A los difuntos, enterrados y eliminados de las listas de Hacienda, ya nunca vuelve nadie a verles en una terraza tomándose un Campari (tras los cristales del Hotel Llafranc, por ejemplo, junto a una bella pija embobada con las islas Formigues). Pero incluso los que en vida ejercieron de abusones o aguafiestas pueden seguir flotando en alguna de estas balsas de afecto que son los corazones de los amigos y parientes: los muertos mueren de verdad cuando se cierne sobre ellos el polvo de la desmemoria. Para limpiar de vez en cuando este polvo, y en el supuesto de que el difunto realizara en vida alguna meritoria actividad, es típico organizar actos de público homenaje, el peligro de los cuales consiste en convertir un muerto famoso en una momia oficial. No hay peligro de que Xavier Miserachs se convierta en momia. Mientras sus amigos, que somos legión, sigamos entre los vivos, pesará más que su sensacional trayectoria artística, la nostalgia del entrañable tipo que fue. Era Xavier Miserachs, sí, un gran fotógrafo, pero sobretodo era un tipo bueno, suave e irónico. Se nos fue por el cruel y precipitado sumidero del cáncer y, un año después, todavía muchos no hemos conseguimos hacernos a la idea de su muerte. Antes del verano, en Palafrugell, a falta de unos meses del primer aniversario, inauguramos una Bienal de fotografía en su memoria. Se trata de una exposición mixta en la que las obras de Miserachs y sus compañeros de estilo (Català-Roca, Colita, Maspons, Pomés) alternan con las de una nutrida representación de nuevos fotógrafos. La concurrencia fue, aquel día de mayo, en el Museu del Suro, masiva y fervorosa. No tuvimos más remedio que imitar a las sardinas de lata. Quedó claro que el Memorial no será para Miserachs el primer paso hacia la momificación. En la lata de sardinas sólo faltaba él, con su cámara, buscando, entre decenas de amigos sudorosos, pretextos para desarrollar su inagotable curiosidad, para captar no sólo el detalle sociológico, sino también las notas de ternura que siempre mezclaba, en sus fotos, con el acento picante y con un leve guiño humorístico. Sin duda, entre las abundantes notas de ternura, Miserachs habría captado la delicada expresión del rostro de Oriol Regàs: esforzándose para mantener abierta la sonrisa a pesar de lo que expresaban sus ojos enrojecidos. El sentimiento estético y moral de los sixties se resumía en el rostro de Regàs: bombardeado por la tristeza y la lucidez a causa de la muerte del amigo y, a pesar de ello, comprometido con la joie de vivre, santo y seña de esta controvertida generación. La muestra fotográfica de Miserachs y compañía está visitando diversas poblaciones gerundenses. El otro día, a primeros de septiembre, se instaló en el Centro Cultural La Gorga de Palamós. Allí estaban, aparte de las autoridades y de un variado público local, los amigos que Xavier Miserachs descubrió en Palafrugell: Anna Aguiló, Anna Maria Piferrer, Martí Sabrià, el librero Quim Turró. Gracias a su entusiasmo y al de otros muchos amigos ha sido posible movilizar las energías necesarias para organizar el complicado evento. No se trata de mantener el recuerdo que Miserachs dejó en el Empordanet, puesto que es imborrable. Se trata de encontrar la excusa para reunirnos y hablar de él. Muchos son los barceloneses que se han instalado en esta especie de Toscana casera e involuntaria que es el Ampurdán. Pero pocos han comprendido, como hizo Miserachs y como Pla explicó, que las atractivas curvas del celebrado paisaje quedan algo sosas al margen del personal que las frecuenta o las habita. En Palamós estaba de nuevo Oriol Regàs y las hijas Miserachs, las preciosas Mar y Arena, también con los ojos enrojecidos. Incapaces ellas, él, yo mismo, todos los que le conocimos, de resignarnos a su ausencia. Era Miserachs un tipo menudo, con la sonrisa leve y unos enormes ojos de naranja. Sus fotografías lo revelan todo sobre su carácter. Contempló el mundo en todas las posturas: era un artista casi abstracto jugando con formas y colores, un apasionado naturalista frente a un paisaje, un frío notario registrando la realidad, un voyeur divertido y sensual, un incansable agrimensor de la topografía femenina y un sociólogo, en fin, que se lanzaba a la piscina con las masas. Poco antes de morir, publicó un libro de memorias divertido y ameno, Fulls de contactes, y demostró que con la pluma también practicaba el sabroso arte de la mezcla de puntos de vista. Sabio e inocente, ácido y dulce, serio e irónico, peñista y misántropo. ¡Cómo va a estar muerto un tipo que, siendo tan tímido, dio tanta guerra!
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