Excusas y libertad
ESPIDO FREIRE Hacía mucho tiempo que entre las noticias locales no se colaba la desaparición de una muchacha; a Laura Orue le ha cabido la desgracia de ostentar ese honor. Esos infortunios les ocurren siempre a otros, no sólo a los otros geográficos, a los de Valencia, o Madrid, sino a los vecinos, o los conocidos del pueblo de al lado. Por desgracia, esa es la razón porque la que las reacciones son un movimiento de cabeza, y un encogimiento de hombros. A veces, incluso una malsana curiosidad por el desenlace, o, en caso de los desaprensivos sin conciencia, pistas falsas o noticias desalentadoras. Otras personas, sin embargo, se unen, como han hecho los pasados días, y ayudan en lo que pueden, y de esa manera la esperanza en el ser humano renace. La gente no se desvanece en el aire: eso es contrario a toda lógica. Sin embargo, ocurre todos los días. Desaparecen niños y chicas queridos, bien integrados, con una vida ordenada y feliz. Se los llevan, o los engañan. Es difícil saber si el número de desapariciones ha aumentado, o es que ahora nos informan de todas ellas. Sea como sea, resulta escalofriante. Según algunos expertos, las agresiones y desapariciones de jóvenes han aumentado en las ciudades desde que la conciencia social permitió mayor libertad de movimiento a las mujeres. Dicho de otro modo, mientras las mujeres permanecían encerradas en casa, o férreamente controladas, no existían tentaciones o provocaciones para los hombres que las agreden. Muerto el perro, se acabó la rabia. Aún así, había quién se las ingeniaba para causar daño. En la tranquila Vitoria, a finales del siglo, el Sacamantecas de Eguílaz violó, asesinó y descuartizó a ocho mujeres, y mantuvo aterrorizada a la provincia durante más de diez años. Las mujeres eran mendigas y prostitutas. Andaban por la calle solas, y eso, antaño, como ahora, parece ser excusa suficiente para una agresión. Las ideas que pasan por la mente de esas personas resultan imposibles de comprender para los demás. Quizás fueron víctimas a su vez de abusos, o simplemente, son locos malvados. Logran olvidar que un niño, una mujer, son seres humanos, y no objetos a su servicio de los que se sirven y que luego desechan. En algunos aspectos, la liberación de la mujer resultó un gran engaño. Lo fue respecto a la cantidad de trabajo al que las mujeres deben hacer ahora frente, y a la presión social que despiertan. Para algunas personas fue también la excusa perfecta para eliminar la cortesía que antes se les dispensaba, si bien es cierto que quien adoptó esa postura no comprendió nunca realmente la esencia de la amabilidad. Para otras, la igualdad de la mujer significó que las mujeres, fuera cual fuera su situación, debían cumplir con todos los requisitos que se les exigía a los hombres. ¿No era igualdad lo que deseaban? Toma igualdad. También la liberación sexual fue acogida con alegría, con la esperanza de que terminaran así tabúes y traumas, y que la relación entre sexos se beneficiara de ello. Sin embargo, el egoísmo, el chantaje emocional, o la utilización de las personas han provocado tantos problemas como causaba la represión. La mujer puede ser colega, o jefa, en el trabajo; sin embargo, en un bar es presa, conquista. Por fortuna, la sensatez se impone, y de la misma manera que los discapacitados logran ahora con esfuerzo su hueco, las mujeres han conseguido, al menos teóricamente, una equiparación social. Otra cosa es la práctica, y los propósitos que se plantean en este fin de siglo: la manera en la que han de evolucionar las relaciones entre los seres humanos para impedir que el más débil resulte siempre desfavorecido, para favorecer la empatía; porque hombre y mujeres viven vidas distintas, con experiencias diametralmente opuestas, vivencias que sólo la compresión y la generosidad pueden explicar. Y sólo el respeto mutuo puede convertir esta sociedad en algo tolerable, en un lugar en que el sufrimiento ajeno sea vivido como propio, en el que la palabra solidaridad posea, por fin, un sentido completo.
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