Vías y descarrilamientos
Los cambios producidos en el modelo geopolítico mundial, en el sistema productivo y en los intercambios económicos internacionales, la paralela desregulación, es decir, el retraimiento normativo del Estado nacional en el campo socioeconómico, han debilitado la posición social de los asalariados y han hecho emerger, lógicarnente, mecanismos generadores de concentración del poder económico, de desigualdad y de exclusión. Ante esta situación, la socialdemocracia ha intentado e intenta articular una respuesta que sea política y socialmente eficaz; mas, a mi juicio, algunos de estos impulsos, como es el caso de la tercera vía, a menudo, están marcados por una posición estratégica defensiva. Intentaré explicarlo. La caída del muro berlinés, el derrumbamiento del modelo comunista, representó una bendición para muchos millones de personas que estaban sometidas a un régimen edificado sobre la negación de la libertad. Empero, la herencia ha sido con frecuencia el caos social. Rusia es la muestra descarnada y despiadada de esa transición traumática. En todo caso, no resulta arriesgado asegurar que la existencia del comunismo, de la "amenaza" comunista, atemperó y redujo en el mundo desarrollado los mecanismos contra la equidad que toda sociedad genera en abundancia. La regulación jurídica en el campo social y el crecimiento económico del Estado fueron las respuestas que los regímenes democráticos pusieron en marcha contra la desigualdad y la exclusión sociales. Por propio convencimiento, pero también con e1 fin de eliminar el caldo de cultivo desde el cual pudiera edificarse la "alternativa revolucionaria". Es difícil negar que así ocurrió en los países más desarrollados. También es innegable que en los subdesarrollados, siempre que hizo falta, se echó mano de las dictaduras militares, llegando éstas, en la década de los setenta, al paroxismo criminal de los gorilas latinoamericanos, alentados, amparados y avalados (la Triple A) por los gobiernos, especialmente los republicanos, de Estados Unidos.
La revolución que representó la desaparición de uno de los bloques geopolíticos salidos de la Segunda Guerra Mundial coincidió en el tiempo con cambios muy significativos en el sistema de producción. Estos cambios, en gran parte de origen tecnológico, han hecho variar la organización del trabajo y han traído consecuencias. Entre otras: a)una productividad creciente, compatible con: b) reducción del tamaño de las plantas, es decir, menos trabajadores laborando juntos; c) una dispersión de las cadenas productivas, de suerte que es cada vez más innecesario e inútil que los componentes del producto final sean integrados a priori.
Resulta obvio que la reducción del tamaño y la dispersión física de la producción han debilitado la capacidad sindical al hacer físicamente más difícil la reunión y la concentración de los trabajadores (¿qué fuerza sindical puede construirse en una empresa de diez trabajadores?). Por otro lado, la dimensión de las plantas y de las empresas, al ser inversamente proporcional a la mortalidad y a la natalidad de las mismas, produce una creciente velocidad de rotación empresarial, que ha influido negativamente en la estabilidad laboral y en el control fiscal de las empresas. Además, el rápido aumento de la productividad global del sistema, unido a la parte baja del ciclo largo por el cual atraviesa la economía, han alentado un creciente superávit de la oferta de fuerza de trabajo respecto a la demanda.
Tamaño reducido de las plantas productivas, inestabilidad laboral, paro y subempleo componen un panorama en el cual la correlación de fuerzas se torna negativa para los asalariados, colocados a la defensiva ante unas empresas que tienen gran facilidad para morir y nacer y además saben utilizar su situación dominante en las relaciones laborales, recurriendo, por ejemplo, al rejuvenecimiento de plantillas, y no para dar oportunidades a los jóvenes, sino para bajar sus costes y aumentar la precariedad laboral mediante procedimientos que les permiten cargar una parte de los costes del despido sobre la Seguridad Social, como es el de las jubilaciones anticipadas.
Los costes de producción dependen básicamente de la tecnología utilizada, la organización del trabajo y el coste laboral, y si una empresa situada en Pakistán, India o Taiwan puede colocar en Nueva York, París o Madrid vestidos y calzados a precios llamativamente bajos, no se debe a una mejor tecnología ni a una más hábil organización, sino a los extremadamente bajos salarios y a la inexistencia de seguridad social. Esta realidad social lamentable, por lejana que parezca estar, debilita la posición de los asalariados en Nueva York, París o Madrid. En este sentido, puede afirmarse que la destrucción parcial del derecho laboral que se ha producido en los últimos años tiene su origen en esa realidad social en la cual la debilidad de los asalariados no ha hecho sino crecer.
Por otra parte, muchos factores explican que las empresas públicas se hayan mostrado menos capaces que las privadas a la hora de adaptarse a los cambios en el sistema productivo, poniendo así en dificultades su propia supervivencia. A este hecho se ha sumado que el mercado único europeo exigía que los Estados no intervinieran en el mercado con subvenciones explícitas o encubiertas. Todo ello ha conducido a la privatización de las empresas públicas. Los sindicatos, cuya presencia en éstas era fuerte y, a veces, lo era exageradamente, se han quedado literalmente a la intemperie. Este trasvase de presencia económica y poder social desde el Estado a las empresas privadas no ha sido neutral, ni social ni políticamente.
En España no se ha tenido en cuenta el criterio de liberalizar primero y luego privatizar para así maximizar los ingresos del Estado. Se han privatizado las empresas rentables y en paz. Privatizaciones que se han realizado con opacidad parlamentaria y sospechas de irregularidades. Lo que antes eran monopolios públicos con precios regulados son ahora cuasimonopolios privados con libertad de precios. El gestor, puesto a dedo por el Gobierno en un monopolio de servicios, que exhibe incrementos de los beneficios muy superiores al incremento de la economía, no demuestra una eficacia, de la cual carece, sino que exhibe su influencia sobre el Gobierno, su capacidad para sacar impunemente dinero a los forzados consumidores en beneficio de sus accionistas y, sobre todo, que no precisa a corto plazo de ninguna buena gestión empresarial para ganar dinero. El paradigma de esas privatizaciones lo ha representado la Compañía Telefónica. El Estado vendió hasta la última de sus acciones, pero al frente de la compañía permaneció la misma persona previamente nombrada por el
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Joaquín Leguina es diputado del PSOE.
Vías y descarrilamientos
Viene de la página anteriorGobierno y ligada a él por lazos político-personales. A continuación se redujo y rejuveneció la plantilla por procedimientos espurios, se laminó a la cúpula dirigente anterior y se la sustituyó por una nueva con ingresos personales astronómicos y contratos blindados. Se abrió una nueva línea productiva, consistente en la creación de un grupo mediático al servicio del PP, y finalmente, por ahora, se fichó a Martin Bangemann.
Este peculiar sistema de privatizaciones ha dado un vuelco a la élite gestora empresarial (gestores no propietarios), generando, además, un nuevo y denso entramado de participaciones cruzadas, alianzas y consejeros comunes en las grandes empresas. Como resultado, la concentración del poder se ha disparado en sectores como los servicios básicos, el sistema financiero (que ha entrado con fuerza en las empresas de servicios) y en los medios de comunicación. "Menos Estado y más sociedad" quiere decir, en efecto, menos competencia y más conchabeo entre los grupos de interés y el Gobierno. Ahí están las compañías eléctricas para no dejarme por mentiroso.
Ante esta situación general, poco propicia a la equidad, la socialdemocracia ha intentado e intenta preservar la acción del Estado en torno al mantenimiento del Estado del bienestar: educación-formación y sanidad universales, sistema de pensiones, subsidios y seguros básicos, como el seguro de desempleo. Una trinchera fundamental, pero que no puede ocultar la posición en la cual se está, que es defensiva. Por mucho que se hable de olvidar viejos dogmas, o de modernizar las ideas, como lo hacen los inscritos en la tercera vía, el problema no está tanto en lo viejo y propio, sino en la nueva realidad ancha y ajena. Una realidad en donde la tan predicada desregulación ha servido para reforzar el poder de los poderosos, reduciendo al Estado a un ente negociador que pacta durante la noche con los grandes intereses para elevar, ya de día, esos pactos a la categoría de ley. Devolver al Estado su capacidad de regular la vida social mediante leyes que respondan a los intereses generales no es sólo una forma de trabajar a favor de la equidad, resulta imprescindible para preservar la democracia.
El Estado tiene crecientes dificultades fiscales, y la Seguridad Social se enfrenta a una situación demográficamente difícil (creciente envejecimiento) y laboralmente deprimida (paro y subempleo), ante lo cual resultaría mucho más eficaz prevenir que curar, regalar la caña de pescar y no el pez. En otras palabras, dotar, mediante leyes, de nuevos instrumentos para su defensa a las clases menos poderosas, a fin de que en el seno de la misma sociedad no se produzcan las abundantes desigualdades que luego se tratan de paliar recurriendo a un erario público herido por la crisis fiscal. En otras palabras, se trataría de construir, con nuevas ideas y procedimientos originales, la parte del edificio que se ha venido abajo. Es cierto que la eficacia de esas medidas depende en buena medida de su implantación supranacional, pero ésta no puede ser la razón para quedarse en una paralizada retórica.
A mi juicio, no se trata de inventar la pólvora, sino de conseguir transformar los votos en mecanismos para la equidad. Aquí, en Bruselas y en Nueva York, pues se corre el riesgo de descarrilar mientras se sigue discutiendo sobre las vías... y uno tiene la, seguramente exagerada, sensación de estar en Bizancio, donde andaban discutiendo, eso dicen, del sexo de los ángeles, mientras los turcos, más prácticos, derribaban las murallas y pegaban fuego a los barrios bajos.
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