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Hogar plegable

Los hábitos del español en verano es algo que deberíamos estudiar seriamente. Es más que un rosario de anécdotas: es una forma de concebir la vida y, como tal, tiene un valor social y cultural nada desdeñable. Una de las visiones características de nuestra geografía veraniega es la del automóvil que tranquilamente aparca en un recodo de la carretera, bajan los ocupantes, despliegan una mesa y unas sillas y extraen toda clase de artilugios domésticos, desde neveras, termos, platos y cubiertos hasta sombrillas, radio, televisor portátil y perro. Acotan su territorio, dejan a los abuelos o -según cada caso- a la madre a cargo del improvisado hogar y se largan a hacer una animosa descubierta por la zona. Si hay playa, protagonizan arriesgadas persecuciones de los diminutos habitantes de las rocas; si prado, valerosos enfrentamientos con caracoles y saltamontes. Al cabo regresan agotados y, para entonces, la retaguardia familiar ha abierto las tarteras, extendido la comida y mantenido frescas las diversas bebidas: es la hora santa del almuerzo que justifica tanto la salida de ese día como la inversión en objetos prácticos para prepararlo, transportarlo y devorarlo.

El símbolo de esta clase de turismo es, sin duda, el automóvil; pero no un automóvil cualquiera, sino el automóvil concebido como prolongación del hogar. Requiere, en primer lugar, un conocimiento concienzudo de las posibilidades del habitáculo y, además, una no menor atención a las últimas propuestas de la próspera industria del hogar flotante. La dedicación que se pone en ello es tanta como la que se pone en vivir.

¿Qué es lo que hace que dos coches se instalen en una campa junto a la playa, acoten un espacio entre ellos y desplieguen la parafernalia de la que hablamos? ¿Qué significan esas familias a las que vemos instaladas en un hueco pegado al arcén alimentándose bulliciosamente y mirándonos pasar a los insensatos que utilizamos la carretera de paso? Por supuesto, tal situación se produce durante todo el año, pero se incrementa especialmente en verano, por la cosa del buen tiempo asegurado, supongo.

Habrá quien piense que se trata de gente de medio pelo con coches de segunda mano que no pueden aspirar a un apartamento. Nada de eso. Yo veo este verano cada chiringuito familiar armado entre un Mercedes clase C y un BMW serie 3 que me deja admirado. Y no sólo eso: pocas veces se los ve solos: lo que les gusta es estar rodeados de otros automóviles, bastantes de los cuales también han plantado su tinglado al abrigo de las puertas abiertas y los maleteros alzados -lo mismo que se deja franca la puerta de la cocina cuando se está en el comedor para ir a buscar lo que haga falta-. Y estoy seguro de que entre los más cercanos se pasan la sal y comentan las ventajas del último juego de cuchillos adquirido en la Teletienda.

Hay una frase de la que tengo conciencia desde la infancia: No hay nada como la casa de uno. En este país en el que adquirir una casa -un lugar donde caerse muerto, se dice también- es un mandato de conciencia tan decidido como el de conseguir una blancura sin igual en la ropa, el automóvil se ha convertido en el segundo símbolo de cumplimiento social. Y el coche, claro está, se ama tanto como la casa. Incluso se cuida más, porque se luce más. El alma del español que se recuece entre el amor al refugio y las ganas de fardar alcanza su gloria cuando convierte el automóvil en su segundo hogar. La identificación es tal que así como ves a la gente tirar a menudo toda clase de desperdicios por las ventanillas de sus coches, la ves ensuciar displicentemente las calles mientras dejan sus casas como los chorros del oro.

A la tarde pliegan, recogen y se van. Soportan caravanas y llegan derrengados, supongo, al primer hogar. En este ir y venir se les va la vida de ocio. Siempre juntos, siempre pegados a la carretera, siempre soñando -imagino- con que el cielo debe ser así, pero cada día y por toda la eternidad.

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