El puerto de al lado
Una madrugada con los mayoristas que dan vida a la mayor lonja de España
A las tres de la madrugada, el sueño pesa en los párpados como la piedra, el plomo o yo qué sé. A las tres de la madrugada huele a lluvia y a cansancio. A las tres de la madrugada hay gente que lleva varias horas de trabajo. Horas de arrastrar carretillas, cajas de sardinas, de merluza, de pulpo o de emperador. Hay gente -ya ve usted- con el sofoco pegado a los zapatos de goma. Gente harta de pisar charcos, de oler a pescado, de notar en los dedos el hielo deshecho de las cajas de madera o del corcho artificial. A las tres de la madrugada, por ejemplo, en Mercamadrid hay gente que lleva horas de un sitio a otro, apresurada y con la cabeza llena de cálculos, de precios y de márgenes. A las tres de la madrugada, por ejemplo, hay gente que, como Manolo, va a buscar un palé de "boquerones franceses". Y calcula y mira y compara, y manosea el pescado como si estuviera vivo. Lo acaricia. Palpa su textura. "Plata, son de plata".
-Y éstos, ¿a cuánto? Revuelve, rompe los precintos. Da la vuelta a los boquerones que se escurren entre los dedos.
-Guárdame este palé.
-¿Éste?
-Éste.
En apenas 20 minutos se ha completado todo. No quedan ya palés. Todo vendido. Es la reventa. Puestos que no tienen contactos con mercados lejanos y que acuden a otros compañeros para completar su oferta, para mejorar su presencia.
A las tres de la madrugada en Mercamadrid faltan todavía tres horas para que entre el tropel de compradores.
Pero ahora, hasta entonces, entre gritos, entre el pitido continuo de los toros, el tráfico incesante de las carretillas, sólo se afanan los asentadores, sólo ellos recorren los largos pasillos. Sólo ellos hablan. Sólo ellos informan y se informan.
-Lo que yo le diga: la mejor merluza viene hoy de Namibia.
Y alguien, a su lado, dice que sí, que es verdad. Que ya ni del norte. Y eso que Carmelo Vergara es del norte. Pero las cosas como son. De merluza se vendieron en el pasado año casi 17 millones de toneladas. Un disparate.
-Es la mejor. El mejor pescado viene ahora de Namibia.
-Y el mejor boquerón, de Barbate.
Francisco Rodríguez Mera trae su boquerón de Barbate. Es un boquerón fino y delicado, casi transparente. Dicen que lo sirve Perval.
De Alicante, la pesca la trae Pescados Calpe, los sucesores de Ramón Perlé. El boquerón francés es más gordo. "Es mejor para hacerlos en vinagre o a la plancha".
-Creo que va a haber problemas, que mañana no va a haber boquerones franceses.
-Yo que tú guardaría. Son rumores que recorren los puestos. Que pueden hacer que suba o baje el precio. Porque todo mantiene un equilibrio inestable. Es una bolsa en la que la oferta y la demanda hacen que las cosas cambien de un momento a otro.
-Hay que tener en la cabeza los precios. Saber cuándo tienes que bajar o cuándo mantenerte. Y en esto no hay reglas. Es sólo experiencia.
Lo dice Fernando Fernández Ferrer, que es hijo de asentador. Lleva años, desde que se fundó, en Mercamadrid. Antes, su padre estaba en el viejo mercado de la Puerta de Toledo. Ahora es el titular del puesto 101. Está especializado en pescado blanco. Con él, Julián Moreno. Hijo y nieto de pescaderos. Boquerones, sardinas... El boquerón es el producto más comercializado. En 1998, casi 118 toneladas. Julián enseña unas "parrochas de agua", con sus escamas metálicas. -¿Y por qué se llaman parrochas de agua?
-Porque vienen en agua, no en hielo.
-Ya, ya... Se miran y sonríen como quien dice: "Hay gente que no entiende nada". Como si dijeran: "Parece mentira lo ignorante que puede ser la gente".
Pero ahora es el momento del undécimo café.
-¿Qué? ¿Tomamos un cafelito?
-Venga. Es la hora de tomar un cafelito y de echar un cigarro. Porque en las naves está prohibido casi todo. Lo dice un cartel situado a la entrada: "Prohibido fumar, escupir, beber y comer".
-Follar, no, porque como no te da tiempo.
Es la hora en que hasta el bar, hasta un rincón del bar, llega el representante de una de las grandes superficies. Se instala en una mesa y pasan ante él los asentadores. Le ofrecen el producto del día al precio del día. Y el hombre dice sí o no, los kilos que quiere, regatea el precio.
-Curioso, ¿no? Es la hora de colocar las cajas de los lenguados plateados, de los besugos de ojos asombrados, de las tintoreras todavía amenazantes, de descabezar el atún sangrante, del pulpo de brazos misteriosos, del salmón con el frío en los redondos ojos, de las merluzas de promesa gastronómica.
Posiblemente, el mundo no exista fuera de estos muros. Y el mar debe de estar al lado. Huele a puerto. Y si se mirara bien, debajo de las cajas se vería la huella de las redes, se oiría el rumor del agua golpeando la piedra del muelle. Pero no. Esto es Mercamadrid. Y fuera sólo está la noche. Y un calor tormentoso que ha descargado en una lluvia gruesa y caliente.
Aquí, el año pasado entraron casi 110 millones de kilos de pescado, que se dice pronto. Y cerca de 22 millones de marisco. Los congelados es "la familia" con menos kilos comercializados: sólo 40 toneladas.
Pero eso son las grandes cifras. Porque cada noche, aquí, el pescado llena los puestos, da la sensación de que el mar se vacía cada noche en estas inmensas naves. Y da lo mismo las toneladas anuales ante la realidad de los palés cargados de pescado, de marisco, ante los peces gato, los peces sable, el congrio monstruoso, las cajas rebosantes de gambas, de carabineros, de calamares, las bolsas de almejas, de chirlas o mejillones. ¿Qué verdad tienen las estadísticas ante esta realidad húmeda y olorosa, resbaladiza y fantástica?
Ahora, cuando apenas queda una hora para abrir el recinto a los compradores, los cuchillos cortan, presurosos y precisos, los peces espada. Y bloques como de árboles antediluvianos se van conformando sobre los mostradores.
En este caos perfectamente organizado nadie se estorba. Es un tráfico que nadie dirige, pero que parece perfectamente establecido. Hombres arrastrando palés recorren los pasillos, gritan, saludan al conocido, realizan quiebros, dan el giro oportuno que evita el choque a última hora. No hay un tropiezo. Nada. Nadie se estorba. El periodista, sí. El periodista ha tenido que quitarse varias veces de enmedio.
-¿Estorbaré aquí mucho?
-Estorbará en todas partes, no se preocupe.
El periodista ha estado a punto de caer dos veces sobre unos palés amontonados, otras tres a poco le atropella uno de los toros y cinco veces más ha resbalado en el suelo empapado.
-Un poco torpe ya es usted, ¿eh?
-No le digo que no.
-Pues sólo es saber mirar.
Ya. Son las seis en punto. Una sirena rasga el aire y hay como unos segundos de silencio. Se abren las rejas y una oleada de gente inunda las naves, asalta los puestos, grita y pregunta. Manosea el pescado, lo huele, lo abre, se lo acerca a la cara, casi lo besa.
-¿A cuánto, a cuánto?
-Cuatro y media.
-Muy caro...
-Espera, espera... Oye...
Otras veces no hay palabras. Sólo un gesto para mandar apartar una caja. Se trabaja bajo palabra. En contadas ocasiones hay papeles por medio. La gente llega y se lleva una, dos, diez cajas. No se discute apenas. "Los primeros compradores", dice Fernando, "buscan la calidad, aunque les resulte más cara". Vienen de las mejores pescaderías, los restaurantes de postín, los minoristas exquisitos.
Julián anota en un pequeño cuaderno. Grita a su sobrino para que coloque la caja en la báscula. Calcula, quita uno o dos kilos, según, de tara. Saluda a todo el mundo.
Y a todo el mundo parece hacerle un favor. Basta la palabra. Anota sin preguntar el nombre del comprador que se lleva las cajas sin recibo, sin papeles.
-Es una cuestión de confianza. Te arriesgas a perder alguna venta, es verdad, pero es raro. Confiamos unos en otros.
Pero Fernando cuenta también anécdotas curiosas. Como la de aquel comprador que, mientras pesaba su caja de salmonetes, aprovechó para echarse en el bolsillo un puñado de la caja de al lado. Cuatro o seis pescados que tal vez sólo le sirvieran para darse la satisfacción pícara del engaño. O la del que devolvió un recibo porque en su opinión le habían facturado 100 gramos de más, en cajas que pesan 10, 12, 15 kilos. Son actitudes incomprensibles en gentes que aceptan que a una caja de sardinas se le quite a ojo la tara de la madera y del hielo. Pero bueno...
Todo transcurre a un ritmo enloquecido. Los compradores van por los pasillos, arrastrando carritos de todo tipo y condición. Desde carretillas sofisticadas hasta plataformas artesanales de las que tiran a través de una cadena.
Se paran. Preguntan:
-¿Cuánto, tú?
-Para ti, mil dos.
-Luego vuelvo.
-Luego no va a ser más barata, ¿eh?
Porque es verdad que el mercado fluctúa. Que los precios, a veces, van cayendo. Porque no se vende. O porque hay mucha oferta. O porque nadie sabe por qué. Como hoy.
-Hoy va a ser un mal día. Ya ves tú.
Y nadie sabe por qué.
A las siete se ha hecho ya el grueso de la venta.
-Fatal. Hoy, fatal.
Empiezan a llegar los barateros. Gente que va a la busca de la oportunidad. Pescaderos de barrio. Dueños de restaurantes económicos que van a la caza de esa oferta que les permita ofrecer el menú a 800 con "auténtica merluza de pincho".
-¿Qué quiere? Somos pobres.
El hombre muestra una sonrisa cómplice y divertida. Mira las cajas. Deja resbalar entre sus dedos el pescado. Recorre los puestos. Observa. Pide. Se marcha.
Por las grandes puertas de la nave se cuela una claridad húmeda.
Esto se acaba. Hay ya menos ruido. La gente anda despacio. Algunos puestos empiezan a recoger las cajas, a meterlas en las cámaras. Lavan con el chorro de las mangueras el suelo de cemento. Los empleados de Mercamadrid recogen los restos de las cajas, los palés, el pescado abandonado, los papeles.
-¡Hala!, ¿tomamos un café?
Un reguero de sangre de atún se desliza hacia el sumidero.
-Cuidado, no se caiga y la tengamos.
Huele en el bar a panceta a la plancha. A café. Se está tranquilo y bien. Un hombre, satisfecho y solo, come una cazuela de albóndigas.
-Ésta es la mejor hora para almorzar. ¿Le apetece algo?
Son las nueve en punto de la mañana.
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