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La vida fácil

Es rubia, rellenita y algo mayor para seguir haciendo la calle. Siempre viste un pantalón negro de licra, rebeca a juego y una blusa color marfil de malla ancha. Vestida así permite al espectador apreciar sin esfuerzo la protuberancia de sus senos, que convierte en arma identificativa al hacer asomar desafiantes los picos cenitales entre las aberturas. Es su uniforme de batalla, y lo exhibe a diario desde hace veinte años en el cruce de Ballesta con Desengaño. Puede que aquélla sea la esquina en la que la prostitución tenga mayor tradición en Madrid. Por allí se dejan caer muchos abuelos, la mayoría de los cuales no pretende sino contemplar "el género" y rememorar viejas pasiones. Algunos incluso piden precio, y hasta lo regatean con la única intención de experimentar un contacto más directo, casi nunca con la pretensión de cerrar trato alguno. En aquella zona, la rubia de los pechos enmallados es la reina: nadie pisa la acera ni sonríe ni sujeta el cigarrillo como ella; en sus modos ensaya hasta un toque de refinamiento que le permite dar los buenos días a un transeúnte sin que el saludo suponga ponerle en un compromiso. A uno de esos viejos verdes que la contemplan le escuché decir que ésa era la esquina de las chicas de vida fácil. Cuando lo oí me estremeció lo injusto del comentario. ¿Qué tenía de fácil -pensé- aguantar el tipo a pie de calle esperando que se acercara cualquier baboso pidiendo precio por ensuciar su cuerpo? ¿Qué tenía de fácil soportar el frío gélido de madrugada con los pechos envueltos en aquella malla? ¿Qué tenía de fácil ser tratada como escoria y sentirse rebozada en el fango social? ¿Dónde estaban las facilidades en esa vida? Dudo mucho de que nadie pueda escoger un camino tan duro y espinoso por gusto, que alguien pueda elegirlo voluntariamente sin verse forzado por circunstancias terribles.

Tal vez les compense económicamente a las cortesanas de lujo, las que hacen la carrera por encargo y hasta se permiten seleccionar a su clientela, pero nunca a las que están en la calle. Detrás de cada una de ellas siempre hay un drama personal, y pocas veces pensamos en lo que les ha llevado a esa situación. "Tuve que prostituirme porque necesitaba dinero para mi bebé y se me acababa el paro". En esos términos, una mujer de 31 años justificaba su presencia en la Casa de Campo, donde le sobrevinieron los dolores de parto mientras ponía su cuerpo a la venta. Embarazada de siete meses, llevaba ejerciendo la prostitución diez días. Sólo estaba tres horas al día -contaba- porque no podía aguantar más tiempo de pie. Cuando las contracciones se agudizaron decidió parar un taxi para que la llevara al hospital Clínico, pero el taxista se negó porque temió que rompiera aguas antes de llegar al centro sanitario y le pusiera perdido el vehículo. Era una puta, y como una puta la dejó allí tirada.

Los dolores arreciaban mientras caminaba en dirección a la estación de Lago, donde pensó tomar el metro, y en ese trayecto paró un coche de la Policía Municipal. Ése fue el momento en que pasó de ser una prostituta a que la trataran como una ciudadana normal. Pero pocas cosas son normales en su existencia. El hijo que parió en el Clínico y que logró sobrevivir a falta de dos meses para completar la gestación fue concebido en la cárcel de Soto del Real. Allí cumplía condena por trapichear con heroína, la droga a la que está enganchada, y allí la cumple todavía por idéntico delito el padre de la criatura.Tienen otros dos hijos -de 12 y 14 años-, pero forman lo menos parecido a una familia.

Su historia será distinta, pero no difiere demasiado en intensidad dramática a la de la mayoría de las mujeres que conforman ese mercado de la carne que a muchos les resulta tan divertido contemplar en la Casa de Campo. Con la rubia de la calle de la Ballesta me cruzo desde hace años cada día cuando entro a trabajar. No deja nunca de saludarme con una sonrisa amable y jamás ha mostrado intención siquiera de ofrecerme sus servicios. Sé lo mucho que agradece que la traten como una persona. "Esto que llaman la vida fácil", le comentaba una compañera, "ni siquiera es vida".

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