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Venezuela: legitimidades en conflicto

Días antes de las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente se llevó a cabo en Caracas, en el marco de la Universidad Santa María, un coloquio sobre el actual proceso constitucional venezolano. Por parte española acudimos José Ramón Álvarez-Rendueles y yo, ya que otro invitado, Miguel Herrero de Miñón, al final, no pudo asistir. El encuentro, animado por Hermann Escarrá, muy vinculado al presidente Chávez, y hoy prominente diputado por la mayoría gubernamental, fue muy pluralista: partidarios y opositores al atípico proceso en marcha dieron, así, sus confrontados puntos de vista. Independientes críticos, como Allen Brewer-Caría, también actual constituyente pero de la exigua minoría opositora, veteranos dirigentes de AD, como Carlos Canache Mata, amigo histórico de los demócratas españoles, magistrados, abogados y profesores, expusieron sus argumentos jurídicos sobre la naturaleza y funciones de la Asamblea y, naturalmente, sobre la peculiar situación política venezolana.En este foro académico -y también fuera de él-, conversando con el ministro Range1, de Exteriores, con la todavía presidenta del Tribunal Supremo, Cecilia Sosa, con históricos políticos, Carlos Andrés Pérez o Eduardo Fernández, con empresarios, financieros y periodistas, la nota común era de una incertidumbre generalizada, de confusión sobre el futuro, alternándose fuertes críticas o entusiasmo desbordante, dependiendo de los interlocutores. Expresiones como dictadura aventurera o democracia solidaria, savonarolismo mesiánico o revolución bolivariana, demagogia populista o diabolización de los partidos tradicionales, las oíamos con insistencia. En la calle y en los medios informativos, la propaganda era grande, pero no observamos tensiones especiales pre-revolucionarias: tensión política y no miedo. Más que un incidente, una anécdota algo significativa: al entrar en el Congreso de Diputados, una persona del pueblo, ante el edificio, gritó, pero tranquilamente: "Os quedan pocos días".

La cuestión clave, en términos jurídicos, se planteaba en julio (y se sigue planteando), más o menos así: si la nueva Asamblea Constituyente es soberana y originaria o, por el contrario, derivando de los poderes constituidos, tiene limitaciones precisas, en este caso, sólo la función de elaborar un nuevo texto constitucional, pero sin abrogarse el poder total. Teóricamente, este proceso venezolano reactualiza las clásicas doctrinas que, desde la Revolución Francesa, animan la vida iuspublicista: definir la naturaleza del poder constituyente como soberano y, enlazado con él, el tema de la reforma total o parcial, con o sin límites. Pedro de Vega hubiese aportado también buenas ideas sobre este polémico asunto.

Toda esta discusión, en el fondo, reenvía a una consecuencia finalista política, en donde legitimidad y legalidad se mezclan inevitablemente. Por lo que se refiere al caso venezolano -tan atípico como jurídicamente fue nuestra transición-, los resultados de las elecciones a la anunciada Asamblea Constituyente (finales de julio), y hoy ya en plena actividad conflictiva con los poderes constituidos (Congreso, Justicia), irían a definir vía facti su naturaleza y límites. Es decir, si hubiese resultado una Asamblea equilibrada (chavismo/ antichavismo), la transacción política y jurídica hubiese sido fácil y, a mi juicio, hubiese permitido una salida menos llamativa; por otra parte, una Asamblea con mayoría absoluta del bando antisistema tradicional alteraría radicalmente el proceso de cambio. Y esto último fue lo que ocurrió: la Asamblea se convirtió en "soberanísima", la legalidad histórica quedó popularmente deslegitimada y nuevos valores (legitimidad) se alzan para instaurar normas nuevas (legalidad).

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¿Cómo se resuelve este conflicto de legitimaciones? Podría ser un error grave que la mayoría constituyente avanzase por el camino de la ruptura frontal de la legalidad todavía vigente: su legitimidad (y operatividad, sobre todo, internacional) perdería fuerza y apoyos dentro de un mundo globalizado; o que promoviese, y no contuviese, movilizaciones populares compensatorias. Sería, también, grave que la minoría tradicional adoptase un escapismo legal, con dimisiones o inhibiciones: por desacreditados que estén en Venezuela los viejos partidos hegemónicos, pero que, en todo caso, dieron estabilidad política durante cuatro décadas, a diferencia de la mayoría de los países iberoamericanos, una democracia participativa -como propugnan los constituyentes mayoritarios- es impensable sin partidos políticos. La batalla legal y política radica, precisamente, en una renovada y necesaria democracia avanzada y solidaria, compatible con el Estado de derecho, con la plena vigencia de todas las libertades públicas, con una reestructuración del sistema de partidos que, hoy por hoy, como ha señalado Carlos Andrés Pérez, son simples "cascarones vacíos", lo que sucedió, en España, con el bipartidismo canovista.

Sería importante, en fin, que en este proceso inexorable de cambio, hasta la aprobación de una nueva Constitución, dentro de pocos meses, la actual confrontación fuese acompañada también de necesarias autocríticas y de contenciones visionarias, y, desde aquí, en reflexión racionalizada y compartida, el nuevo punto de partida pueda viabilizar, junto a una moralización de la vida pública, junto a un imprescindible desarrollo social, un régimen con libertades y pluralista.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.

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