El observatorio de Garganta
Este monte de pinarego de 1.838 metros domina a vista de pájaro el valle de Lozolla y la sierra de la Cabrera.
Paseando por los pueblos de la sierra, la gente de la ciudad a veces va y se tropieza con un potro de herrar -cuatro pilares cuadrangulares de granito unidos por travesaños de madera-, pero como no sabe qué cosa es y le da apuro preguntar -la gente de la ciudad ya no pregunta ni cuando oye un tiroteo en casa del vecino-, se marcha con el chi lo sa de si será un tendedero a lo bestia, unas barras paralelas donde se ejercitan los aborígenes o -vete tú a saber, Luis Javier, seguro que nada bueno-un aparato de tortura.En la plaza de San Pedro de Garganta de los Montes hay un potro de herrar monumental -¡El Escorial de los potros!-, con tejado y todo, para protegerlo de los meteoros. Y hay ancianos que le explican amorosamente al forastero cómo antaño se encerraba al buey o a la vaca entre los cuatro postes de piedra berroqueña y, tras ceñirle la panza con unas cinchas de cuero que se izaban haciendo girar los travesaños cilíndricos de los flancos, quedaba la bestia suspensa en el aire e inerme cual jilguero, momento en el que se procedía a marcarla, a curarle las heridas o a clavarle en las pezuñas unas chapas a guisa de herraduras llamadas callos... De modo que el potro era -y así ya no hay necesidad de preguntar, huy qué alivio- clínica veterinaria, elevador mecánico y herradero.
El potro de Garganta de los Montes es el monumento que mejor resume la tradición ganadera de este pueblo de poco más de 300 habitantes, medio escondido en un vallejo lateral del Lozoya. Pero hay más. Está la flamante ermita de la patrona, la Virgen de los Prados, a la vera del arroyo de Sardalinde. Y están (pero éstos son monumentos naturales) los muchos montes que, además de nombre, le dan aguas, pastos y paisaje: Peña Gorda y Cabeza Herreros, a poniente; El Cuadrón, a naciente, y al mediodía, Peña Negra, que a diferencia de los otros, pelados como un sorche, es habitación de pino albar y resinero, y un excelente miradero, como enseguida se verá.
Para subir a Peña Negra, partiremos de la plaza de Nuestra Señora de los Prados -donde se alza la iglesia de San Pedro, del siglo XV, con bonita portada trilobulada-, remontando la empinada calle Mayor y luego la de las Cruces hasta alcanzar el final de la cuesta. Aquí nace, con rumbo sur, una pista de tierra horizontal -la vía pecuaria de las Serias-, habilitada como circuito de gimnasia, que nos llevará bordeando prados y robledillos hasta el embalse de las Lindes, muy cerca de la ermita de la patrona. Viraremos entonces a la izquierda -un letrero indica: Mondalindo-, rebasaremos al poco una barrera levadiza y, en la siguiente bifurcación señalizada, a una hora escasa del pueblo, doblaremos a manderecha.
En una hora más, ascendiendo en zigzag por el hermoso pinar, confluiremos con otra pista junto al manantial de Riofrío, un ameno fresquedal tapizado de blanda hierba, que es lugar de lo más conforme para el reposo. Tras breve descanso en este hontanar, seguiremos subiendo por la pista principal y, despreciando dos desvíos a la derecha, acabaremos saliendo a la cresta desnuda, por encima del pinar, para continuar por todo lo alto hasta la cima del Regajo (1.744 metros), primero, y de Peña Negra (1.838 metros), después, que queda justo al final de la pista y a tres horas del inicio.
Quizá convenga aclarar que Peña Negra es también conocida como Mondalindo Oriental -el vértice de Mondalindo, propiamente dicho, cae a un kilómetro al noroeste-, Regajo -así figura, suplantando al otro Regajo, en el mapa excursionista de La Tienda Verde- y Riofrío -según la cartografía del Instituto Geográfico Nacional-. Llámese como se llame, esta cumbre -que, para más señas, está erizada de antenas de comunica-ciones- abarca un impresionante panorama de la llanura madrileña, del afilado serrijón de la Cabrera y de todo curso del Lozoya, desde el embalse de El Atazar hasta Peñalara. Muchas más vistas tiene esta peña que nombres.
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