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Tormenta en el Estrecho JOAN B. CULLA I CLARÀ

Éste ha sido, sin duda alguna, el verano de Gil y del GIL. La cobertura mediática y la atención política que el orondo alcalde marbellí, su Grupo Independiente Liberal y las presuntas trapacerías de ambos han suscitado en los últimos meses no guardan proporción ni con el número de votos obtenidos el pasado 13 de junio, ni con la cifra de ediles que posee -menos de 100-, ni con el volumen de dinero que gestiona, ni siquiera con la proverbial "importancia estratégica" de los enclaves norteafricanos que gobierna o aspira a gobernar. Pero no es del exceso de lo que yo quería hablar hoy, sino de la hipocresía. Porque tal parece, a juzgar por el discurso del establishment político español, que todos los problemas de Ceuta y de Melilla arranquen del desembarco electoral de Gil y Gil; que, antes de dicho suceso, ambas plazas fueran sendos remansos de estabilidad institucional, de armonía política y de cohesión social. Si el inefable presidente atlético ha prometido convertir las dos ciudades en Hong Kong, en algunos despachos madrileños fingen creer que, hasta hace tres meses, aquello era un par de cantones suizos con palmeras. Y claro, ni tanto ni tan calvo. De hecho, las dificultades de los grandes partidos estatales para asentarse en Ceuta y en Melilla se remontan a los albores de la democracia. En los comicios locales de 1979, los primeros, una agrupación de electores ceutí al margen de AP, UCD y el PSOE obtuvo el 46% de los votos; en Melilla, listas semejantes sumaron el 22%. Desde entonces, numerosos habitantes de los dos enclaves han confiado su representación consistorial a formaciones de ámbito local, de carácter personalista y de perfil ideológico difuso: Partido Nacionalista Ceutí, Ceuta Unida, una Candidatura por la Autonomía transformada luego en Partido Socialista del Pueblo de Ceuta, Progreso y Futuro de Ceuta (37% de los votos en 1991), Iniciativa por Ceuta, Partido Nacionalista Español de Melilla, Unión de Melillenses Independientes, Unión del Pueblo Melillense, Partido Independiente de Melilla... Todo ello, sin contar los grupos de tipo comunitario o confesional musulmán, como el Partido Democrático y Social de Ceuta o la Coalición por Melilla. Naturalmente, el humus nutricio de esa sopa de letras durante dos décadas no han sido las artimañas de Jesús Gil, sino más bien las debilidades congénitas del PSOE y el PP en ambas ciudades, minados por las escisiones, los escándalos, las querellas y las fugas. En general, esos asuntos quedaron en el circuito informativo local, sin trascender demasiado al resto de España. Apenas ahora, por ejemplo, hemos sabido que, amortizadas ya anteriores rupturas, el PSOE ceutí se hallaba últimamente dividido entre dos familias; pero no dos familias ideológicas, sino dos familias en sentido literal y clientelar, los Cerdeira y los Bermúdez, especie de Montescos y Capuletos de andar por casa, disputándose con encono escaños y consejerías. Y hemos comprendido mejor tal afán por el servicio público al enterarnos de que la Asamblea de Ceuta acordó aumentar el estipendio de sus miembros de 137.000 a 250.000 pesetas de un solo golpe, y puso el sueldo de su presidente en 965.000 pesetas al mes. Y hemos profundizado en la lógica política local al contemplar al aún alcalde-presidente de Ceuta por el PP ofreciendo a la tránsfuga Bermúdez toda suerte de cargos y emolumentos con la esperanza de conservar su puesto. ¿Pretendo con lo escrito hasta aquí brindar al fenómeno gilista alguna clase de justificación o excusa? En absoluto. Lo que quisiera subrayar es que, de los males que aquejan a Melilla y a Ceuta, el GIL no es la causa sino el síntoma. Las causas son la inestable posición geopolítica de las dos plazas, el complejo obsidional -de fortaleza sitiada- que padecen sus ciudadanos de origen europeo, las graves desigualdades sociocomunitarias, el efecto corruptor de los tráficos ilegales, la torpeza de partidos y autoridades estatales... El GIL no es más que un parásito que se alimenta de las miserias del sistema, y al cual ese sistema, a su vez, está utilizando como chivo expiatorio y como coartada. Last but not least, la crisis político-institucional en las dos ciudades autónomas y el oportunismo irredentista del primer ministro marroquí han dado ocasión de lucimiento a esa clase política española que dice abominar de cualquier nacionalismo. El delegado del Gobierno en Ceuta, Luis Vicente Moro, se ha ganado un sillón en la Real Academia de la Historia al aseverar que esa ciudad y Melilla "son españolas desde el Imperio romano"; la siempre belicosa Mercedes de la Merced ha advertido que ambas plazas "serán defendidas ante cualquier posible agresión", y el presidente del Congreso, Federico Trillo, ha abierto nuevos cauces a la ciencia estasiológica -en concreto, a la tipología de las formaciones políticas- cuando afirmó: "Lo mejor para Ceuta y Melilla es que estén en manos de partidos que garanticen la españolidad de estas dos poblaciones". O sea, que hay partidos garantes de la españolidad y otros que no. ¿Sólo en el norte de África o también en otros lugares? ¿Y cómo se les conoce? He aquí un fascinante campo de reflexión para el curso que comienza.

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