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El chicle de Marilyn

ENRIQUE MOCHALES Leo en una noticia de prensa que una guitarra eléctrica de George Harrison, el Beatle, se ha quedado sin comprador en una reciente subasta. La guitarrita había sido puesta a la venta la semana pasada en Londres con un precio de salida de 320.000 dólares, al cambio 50 millones de pesetas, nada menos. Y la verdad es que me alegré de que no fuera subastada, no porque la quiera comprar yo, sino por todo lo contrario. Las subastas son un tradicional entretenimiento para los millonarios que no saben dónde gastar su dinero, y adquieren un chicle petrificado que una vez estuvo en la boca de Marilyn Monroe. Dicho chicle, con el mismo aspecto que un excremento de murciélago, hubiera sido adjudicado con un certificado de autenticidad al millonario aburrido de turno, que hubiera abonado unos cuantos miles de dólares, y depositado la reliquia en una urna de cristal protegida contra el robo por rayos infrarrojos, o algo por el estilo. A no ser que el chicle contenga en su fosilizado interior restos del ADN de Marilyn Monroe, lo cual podría suponer una virtual resurrección de la artista por clonación, será un objeto de culto sin utilidad alguna, que sustituirá a cualquier santo, a cualquier ídolo, a cualquier Dios. Y lo mismo ocurrirá con un calcetín roto de Charlot, con la mancha de esperma presidencial en el traje de la Lewinsky, con un dedo cortado de la momia de Lenin, o con la cerilla que incendió el búnker de Hitler. Ante los precios exorbitantes que dan salida a dichos objetos de culto, el fetichismo de este tipo se me antoja una auténtica obscenidad que a veces me avergüenza. Vamos, que con los cincuenta kilos que cuesta la mierda de guitarra, con perdón, de George Harrison, se podrían salvar vidas, por decirlo claramente. En verdad, cualquier basura que haya sido tocada por las manos de un famoso, aparte de cuáles sean los méritos de dicho personaje, puede convertirse en una pieza de culto carísima. Cualquiera me dirá que si uno tiene dinero es libre de comprarse cualquier cosa, pero soy de la opinión de que el dinero no justifica la gilipollez. Y menos aún cuando se trata de una gilipollez dantesca, que da una mediana idea del mundo en el que vivimos. Efectivamente, al rico comprador le importa un pito la ética mientras él tenga sus caprichos. Eso es una realidad. Por eso me alegra que no haya sido vendida la guitarra. Sin duda, tales objetos de culto podrían hacer un servicio mayor siendo subastados benéficamente, o exhibidos en un museo cuyos beneficios vayan a parar a los más necesitados -como de hecho alguna vez se hace- en lugar de pasar a formar parte de la cueva de Alí Babá de algún magnate podrido de dinero, por muchos impuestos que pague. De todas las irresponsabilidades que existen, las peores son las que pasan desapercibidas como si fueran agujeritos nimios en la conciencia de la humanidad. Propongo, pues, que se subaste la jodida vida de un solo niño hambriento, o el sufrimiento de su madre. Que se subaste el sida de los africanos, o la esperanza de esos moros que hacen turismo en patera. Que se subaste la desesperación, la felicidad y todo el resto de los sentimientos. Que se subasten las tragedias, los terremotos, los huracanes y las inundaciones. Que se subaste también la solidaridad misma, y también la paz. En este mundo todo se vende y se compra. Sería lógico que alguien pujase por su propia conciencia. Si yo fuera uno de los Beatles, paladines de una vanguardia musical que siempre consideré rebelde y contestataria, se me caería la cara de vergüenza ante esta noticia, sean las gafitas rotas de Johnn Lennon o los preservativos usados de Ringo Starr lo que se subaste. Me gustaría que alguien me sacase de mi error, y que me dijese que la cosa no es moralmente reprobable, y que esos objetos de culto son valiosísimos en sí mismos, y que representan algo más que absurdos caprichos de rico. Pero no creo que nadie logre convencerme de que estas carísimas reliquias son dignas de adoración. Subastemos, pues, estas subastas, a ver quién puja. Yo me inhibo.

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