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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Hay que matar a Roco

A Gabriel se le ocurrían cosas. Por ejemplo: un hombre enciende un transistor y nota algo raro en lo que escucha; al principio no sabe qué es, pero luego, al oír palabras como neurotemporalidad o cibermemoria o encefaloespacio, se da cuenta de que son noticias de otra época, de que ha sintonizado una emisora del futuro. ¿Cómo podría continuar el relato? Casi nunca llegaba a saberlo y casi nunca le importaba. "¿Qué ocurrirá dentro de cien, de quinientos años? Pregúntaselo a uno que vaya a estar allí", se decía, lo mismo que si le hablase a otro, y después, mientras empezaba una botella de cerveza o un paquete de tabaco, se sentía bien, satisfecho, igual que si acabara de darle a ese segundo hombre una buena lección.Miró a Raúl, sentado en su silla de ruedas, y a Roco, el perro de la familia, que respiraba fatigosamente junto al televisor. El niño tenía seis años y una enfermedad degenerativa; el animal era muy viejo, tanto que apenas le quedaban ya fuerzas para moverse, y Gabriel sintió lástima al recordar la época en que se lo regalaron, el modo en que saltaba de un sitio a otro o se metía entre sus piernas y las de su mujer, Natalia, aullando de pura felicidad. Pero aquello estaba muy lejos, les había ocurrido a unas personas remotas, difíciles de identificar con quienes eran hoy, quince años más tarde.

Encendió un cigarrillo y, al apuntarlo en el cuaderno, sintió una cierta inquietud, porque, según sus cuentas, sólo le quedaban aquél y dos más para morir. Había empezado con esa historia dos años antes, cuando leyó en el periódico una noticia en la que se aseguraba que por cada cigarrillo que fuma, una persona normal pierde hasta 12 horas de vida. ¿Era cierto? Gabriel hizo cuentas: su dosis de una cajetilla le quitaba por cada día otros diez, setenta a la semana y doscientos ochenta mensuales; en un año, perdía nueve, de modo que en los cinco que llevaba fumando había consumido cuarenta y cinco, su edad actual. De acuerdo con sus cálculos y sus anotaciones, al acabar ese paquete, su saldo llegaría a cero.

Aún era capaz de verse a sí mismo la primera vez que probó el tabaco, justo el día del nacimiento de Raúl: va sin afeitar, lleva un traje verde-musgo, está agotado, tiene miedo porque no sabe con qué se encontrará al final del pasillo, cuando llegue a la incubadora y vea por fin, después de esos nueve meses terribles de espera, a su hijo, a esa criatura distinta, eso es lo que dicen los médicos, los psicólogos, nunca olviden que es un ser humano, que es igual a cualquiera, sólo que distinto. Se acordaba de esas palabras incongruentes y del cambio radical de Natalia, de la forma en que ella, siempre equilibrada y razonable, se opuso a cualquier posibilidad que no fuese tenerlo y luchar por él; se acordaba del modo en que, según pasaba el tiempo, empezó a hablar de aquel asunto con una convicción cada vez más fanática, menos permeable, como quien se impone una tarea que cree sublime y está dispuesta a cualquier sacrificio para concluirla. Era igual que si el bebé la fuera suplantando mientras crecía en su interior, igual que si devorase poco a poco a la antigua Natalia.

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Gabriel se puso un poco más de cerveza y encendió otro Fortuna. No le gustaban ni esos envases de un litro ni esa marca de tabaco, pero los gastos que generaba Raúl eran tremendos: hospitales, rehabilitación, medicinas, curas. Natalia, por su parte, le compraba continuamente regalos, las películas que veían los otros niños, las casetes que escuchaban o los juegos de moda, aunque nada de eso aparentaba llegar hasta él y, por lo tanto, todos sus esfuerzos eran inútiles, eran como disparar sobre un blanco que se encuentra a una distancia mayor de la que pueden alcanzar las balas.

Encendió el pitillo. Hacía tanto calor que el aire era una especie de materia viscosa, de agua estancada. "Otro más y seré un cadáver", bromeó, mientras aspiraba el humo. Notó una punzada en el corazón.

Se preguntaba qué hacer con Roco, si era más noble mantenerlo con vida o sacrificarlo. Aunque tal vez hubiese una opción intermedia: podría coger el coche, ir a algún lugar de las afueras y dejarlo suelto.

Gabriel imaginó al perro moribundo y dichoso en alguna casa de campo con un jardín y una fuente, con dos o tres chicos que entraban y salían de una piscina. Si iba a hacer eso, era el momento justo, esa mañana en que él estaba libre y Natalia fuera, en la boda de una amiga. No sería difícil bajar a Roco y después a Raúl, tumbarlo en el asiento trasero, conducir hacia las montañas. Durante muchos años, al principio de su relación, Natalia y él habían soñado miles de veces con esas montañas, con construir allí un pequeño refugio, algo humilde y maravilloso donde pasar cada fin de semana respirando oxígeno puro, caminando por el bosque, sobre la luz de la luna, junto a un río. Hablaban y hablaban de ese lugar, subían en tren o autobús hasta el puerto para buscar el sitio en el que iban a hacer su casa, diseñaban mentalmente una escalera, tres habitaciones, elegían los muebles, los árboles, las cortinas. Luego, al nacer Raúl, ninguno de los dos volvió a mencionar aquel deseo. ¿Para qué? La mayor parte de gente no es feliz cuando compara lo que quería y lo que tiene. La mayor parte no intenta exhibir sus cicatrices, sino olvidarlas.

Apagó el cigarro. Ahora ya sólo quedaba uno, el último. "¿Y si fuese verdad?", se dijo. "Lo enciendes, lo terminas y... ¡boom! Se acabó la historia. ¡Menuda estupidez!".

Sonó el teléfono. Era Natalia.

-¿Gabriel? Escucha... ¿Está todo en orden por ahí? -su voz sonaba extraña, puede que hubiera bebido de más en el convite-. Oye: vamos a ir a tomar una copa y... ¿sabes?, estoy con algunos antiguos compañeros y es... bueno, es increíble ver lo que cada uno hizo con su vida. Luis Juárez es abogado, Lara Sanjuán es arquitecto. ¿Cariño? ¿Me estás escuchando?

-Claro. No hay problema. Diviértete.

-De acuerdo, lo haré. Y está también... Julio Matas. ¿Te acuerdas de Julio Matas? Es cirujano. Creo que voy a contarle lo de Raúl. Gabriel volvió a decirle que lo pasara bien, antes de colgar. Por supuesto que se acordaba de Julio Matas, de que él y Natalia habían salido juntos en la Universidad. Cirujano sonaba a algo más grande de lo que él era, y también arquitecto, abogado. Se sirvió otro vaso de cerveza. ¿Debía aprovechar que su mujer no estaba para deshacerse de Roco?

Lo miró otra vez, tendido junto a la televisión, jadeante, inútil, aletargado. Si se lo llevaba, ¿qué iba a decirle a ella? Tal vez que había muerto, de repente, y decidió enterrarlo. Cambió de canal. Raúl hizo un ruido sordo, con la garganta. ¿Qué significaba: dolor, tedio, angustia? Vio una serie y después otra, repasó en su cuaderno los apuntes sobre facturas pendientes, gastos de luz, de electricidad, sus notas sobre el consumo de cigarrillos. Luego, se levantó, fue a por la llave del coche, se puso sus guantes de conducir, unos de esos sin dedos, de piel negra calada. Sonó otra vez el teléfono.

-¿Hola? ¿Gabriel? ¿Está... sigue todo bien? Mira, vamos a ir a... bueno, si no te parece mal... vamos a una discoteca. Una de esas de verano, al aire libre. Julio dice... espera... -al fondo, se escuchó algo, puede que una risa. Gabriel pudo ver a Julio Matas dentro de la cabina, detrás de Natalia, besándole el cuello mientras hablaba, inclinado sobre ella, tocándole los pechos...- ¿No te importa? Al colgar, miró a Raúl y a Roco, fue a coger el último cigarrillo del paquete, sintió a la vez un gran vacío y un gran peso en el estómago. "La gente no se muere así", dijo, en voz alta; "no es: te queda uno, si te lo fumas, se termina, y si no, sigues tirando". Miró por la ventana y se sorprendió al comprobar que ya era de noche. Raúl hizo otra vez aquel ruido sordo. ¿Cuánto podía vivir alguien con esa enfermedad? Los médicos no estaban seguros. Pensó en el hombre que oía en su radio el porvenir; pensó que ojalá tuviera él una.

El perro seguía aún en el mismo sitio, inmóvil; su respiración era tensa, embrollada. Gabriel se sirvió más cerveza. Iba a hacerlo, se dijo, conduciría hasta las montañas con Roco y con Raúl; iba a hacerlo porque era necesario, la única salida. Se detuvo en medio del cuarto, sacó una caja de fósforos y, al encender uno, pudo notar que su cara se iluminaba unos instantes, igual que si estuviese empezando a salir de un túnel.

El último libro publicado de Benjamín Prado es Alguien se acerca (Alfaguara).

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