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Reportaje:

El sueño de Georgia

Shevardnadze se afianza en el poder pese a varios atentados y ofrece su país a la OTAN como ruta del petroleo

La policía no permite sacar fotos de la iglesia de Meteji, que domina la vieja y hermosa Tbilisi desde lo alto de un acantilado. Con sorprendente franqueza, los agentes explican que no se quiere dar facilidades a quien pueda estar preparando un nuevo atentado contra el presidente Edvard Shevardnadze. Porque fue justo en la carretera que discurre paralela al río donde el ex ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, impulsor de la perestroika, que hoy constituye la máxima garantía de estabilidad de esta república caucásica ex soviética, sufrió uno de los dos ataques a los que escapó con vida de milagro.Le llaman Edvard el Inexplotable porque nadie puede con él. Ha superado conjuras para echarle de este mundo por la vía rápida de la bomba o la bala, y vive en el constante temor, que no deja que se manifieste, de un nuevo atentado.

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Goza de una enorme popularidad. Su partido, la Unión de Ciudadanos de Georgia, es el más fuerte del Parlamento. Él mismo obtuvo el 75% de los votos en las presidenciales de 1995, y hace tan sólo unos días anunció que volverá a ser candidato el año próximo.

Nadie duda de que ganará, aunque no le faltan rivales y enemigos. Los tiene entre los seguidores (muchos de ellos, militares) del fallecido ex presidente Zviad Gamsajurdia, eje de una guerra civil que abrió las puertas del retorno a Shevardnadze en marzo de 1992. Los tiene entre quienes le consideran responsable de la pérdida de Abjazia, la perla del mar Negro, así como de Osetia del Sur y Ajaria, que sólo en teoría siguen siendo georgianas. Los tiene entre quienes le culpan de la caída en picado de la economía, de sueldos de 2.000 pesetas mensuales y pensiones de la mitad que se cobran a veces con meses de retraso.

No le faltan, finalmente, enemigos entre quienes se oponen a que Georgia sea la ruta natural hacia Occidente del petróleo y el gas de los fabulosos yacimientos del mar Caspio. Ese oro negro es la clave del nuevo gran juego, la principal esperanza de recuperación para este hermoso país, a medias orgulloso y a medias avergonzado de ser la cuna de Stalin, y que presume de ser la patria del vino y de producir 500 variedades de uva.

Un oleoducto une ya Bakú (en Azerbaiyán) con Supsa (en la costa georgiana del mar Negro). Otro en proyecto prevé un desvío antes de alcanzar el mar, un descenso hacia el sur y, atravesando Turquía, una desembocadura en el Mediterráneo. Las rutas alternativas son más azarosas: pasan por la belicosa Chechenia, la conflictiva Armenia (en guerra larvada con Azerbaiyán) o el sospechoso Irán (sospechoso, cuando menos, para Estados Unidos). Georgia ofrece a Occidente una ubicación geográfica perfecta y una estabilidad que es casi más una promesa que una realidad asentada.

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Shevardnadze es la garantía, al menos para Occidente. Y él quiere consolidarla con un estrechamiento de lazos que a medio plazo debería concretarse en el ingreso en la OTAN. Está claro que Georgia apuesta por Washington y por la Alianza. El 19 de julio, Shevardnadze ya dijo que las relaciones con Estados Unidos están asumiendo "gradualmente" el carácter de "asociación estratégica", y aunque "esta cooperación no se dirige contra nadie", había una obligada e implícita referencia a Rusia.

Georgia no ha presentado oficialmente la petición de ingresar en la OTAN, pero la actitud de Shevardnadze indica que ése es su objetivo, y así lo dejó claro en la última cumbre de la OTAN, en Washington, y en su conversación con el secretario general de la Alianza, Javier Solana. Su respaldo a los bombardeos contra Yugoslavia fue único (bálticos aparte) entre los países de la antigua URSS. Rusia mantiene que la expansión de la OTAN al antiguo espacio soviético supondría cruzar una línea roja y amenaza con que su reacción sería enérgica.

Moscú ve con recelo de potencia colonial el alejamiento de un país que hasta hace ocho años consideró como propio y que entró a regañadientes en la Comunidad de Estados Independientes. Además, los oleoductos que atraviesan Georgia simbolizan para Rusia el temor a tener que conformarse con una porción demasiado pequeña de la tarta petrolera del Caspio.

Tras cada atentado a Shevardnadze surgen las sospechas, nunca confirmadas, de que hay detrás una mano rusa. El supuesto cerebro del último intento, el ex ministro de la Seguridad Ígor Georgadze, está refugiado en Rusia, cuyo Gobierno ha rechazado numerosas peticiones de que se entregue a Georgia.

Para Tbilisi es vital mantener buenas relaciones con Moscú, mucho más cercana que Washington. El oso ruso, aun doblegado por sus innumerables achaques, sigue proyectando una sombra densa, peligrosa y amenazante.

Shevardnadze ha logrado ya que se marchen las tropas rusas que hasta hace unos meses guardaban las fronteras. Pero aún quedan bases rusas en Georgia. El día en que se vaya el último soldado ruso aún parece lejano. Y el momento en que se vean por Abjazia los uniformes de países de la OTAN aún no se vislumbra en el horizonte.

Shevardnadze se mostró hace unos días partidario de un procedimiento de "paz a la fuerza", similar al utilizado en Kosovo, si el problema de la región separatista no se resuelve por la vía negociadora. Para eso haría falta que los rusos estuvieran de acuerdo y que hubiese por medio una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU.

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