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Señas de vida espartana

RETRATOSTiene las manos curtidas y adiestradas, las uñas negras y la paciencia de toda una vida -66 años- de trabajo en el campo. Salvador Escobar descansa ahora, jubilado y con una pensión de 64.000 pesetas, para ver la vida pasar desde su cochera, acompañado de su mujer, Dolores, y su cuñada, Carmen. Ahora, con tiempo de sobra, recupera la afición que le enseñara cuando contaba sólo 10 años un pastor de su pueblo: trabajar el esparto. "Lo que se aprende de chico no se olvida nunca", sentencia ante la incredulidad de quienes se maravillan viéndolo hacer utensilios trenzando la planta herbácea. Él insiste en que lo hace por entretenerse, pero, sin querer, su producción artesana ha suscitado un inusitado interés entre turistas y jóvenes paisanos. Los extranjeros que pasan por su casa en la barriada ejidense de Matagorda (Almería), le hacen fotos para inmortalizar una actividad que adivinan se acabará cuando acabe la vida de Salvador. "Sí, soy el único que hace esto por aquí, junto con otro anciano que vive en Santo Domingo (El Ejido)", reconoce. A Salvador y su mujer le sorprenden el asombro y la ignorancia con la que su clientela se acerca a ellos. "Muchos no saben ni qué es esparto. Nos observan desde lejos y yo les llamo para que se echen fotos si quieren con mi marido", explica Dolores. Los paneros, cenachos, panaderas y garrafas forradas que entre los dos fabrican -Dolores cose las asas- los venden cuando se presenta la oportunidad en pueblos que visitan, pero sin afán lucrativo. La última cita tuvo lugar en el Festival de La Alpujarra, celebrado hace tres semanas en Paterna del Río. El resto del año, Salvador y Dolores se acercan hasta el pueblo granadino de Trevélez para vender su artesanía. "Dejamos en un restaurante del pueblo casi todo. Nos pagan en el momento y también lo gastamos en el momento, comprando jamones y chorizos de la comarca", comenta Dolores entre risas. La admiración que despiertan los objetos entre la población, cada vez menos rural, origina problemas para conseguir la materia prima. El matrimonio depende de quienes quieran acercarlos hasta el campo en coche para recolectar el esparto. El desuso en el que el material cayó con los años ha convertido también en reliquia el instrumento para su recolección, el llamado cogedor de esparto, un hierro con una pequeña soga en el extremo que permite agrupar los haces. "Si esto se pierde -comenta Salvador mientras sostiene el utensilio- ya no hay fragüero que lo haga, a no ser que le lleve el modelo. Si no llevas esto no saben ni lo que es. Tiene que ser una criatura que tenga más de 60 años para que te entienda". La transmisión de una técnica artesana con un material tan histórico y pobre como el esparto parece vivir los estertores de su existencia con el final de siglo. Ni los hijos ni los nietos de Salvador han querido aprender lo que el pastor transmitiera hace ya 50 años a este último artesano. "Mucha gente ha venido aquí a enseñarse y se han ido desesperados", apunta el anciano. Mientras transcurran los días en los que extranjeros curiosos quieran inmortalizar la labor de Salvador a la puerta de su casa, ni él ni su mujer renuncian a la esperanza de que alguien se interese, de veras, por trabajar el material con el que un día se hacían cuerdas, esteras, tapices y suelas. Una pregunta, tan perenne como esta hierba, permanece sin respuesta para Salvador: "Cuando yo me muera ¿quién lo va a hacer?".

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