La complicidad del tejedor
Perdone, lo he confundido con alguien -dijo-; discúlpeme; de veras, siento haberlo abordado así... Y me sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos, en la que desentonaba la triste ausencia de un premolar.Era una mujer de edad indefinida; podría tener cincuenta y cinco, quizá más; menos, lo dudo. Dos líneas verticales afeaban un rostro que, posiblemente, nunca fuera bello, pero sí agradable, y ¿qué más puedo decir para describirla? Vestía de modo tan común que sólo recuerdo los puños de su blusa castamente desgastados y unas manos muy blancas que apretujaban un bolsito de croché color lila.
-Disculpe -repitió-. Y, con un gesto furtivo, acarició la manga de mi chaqueta como quien alisa una arruga, como quien busca reconstruir un recuerdo.
-Te lo juro, Laura -se entrometió entonces una voz. -Es la última vez que me convences para que te acompañe en estas estúpidas aventuras veraniegas. Primero, barros en la Costa Brava; luego, talasoterapia en Mijas, y ahora, magnesio en Tenerife. ¿Quién te engañó contándote que en los spas (espahxs pronunció la voz anónima, sin duda novicia en articular palabras extranjeras) ...que en los espahxs te encuentras a tíos disponibles? Estar sola de vacaciones es una cosa y de-ses-pe-ra-da es otra, tía; no aguanto más a pirados como el de anoche. Aquí sólo hay tipos raros y gigolós, te lo digo yo.
Yo no podía ver a la dueña de la voz más que reflejada en uno de los espejos del pasillo. Habíamos coincidido los cuatro a la salida de nuestras respectivas habitaciones y ahora en el cristal se confundían dos imágenes: la de la dama del bolsito de croché, que se afanaba en cerrar con doble llave la puerta de la 110, y la de las dos mujeres de la 108, que nos ignoraban camino del ascensor. Me parecieron bastante guapas, rubias, de unos cuarenta años, mi edad, más o menos; un poco recauchutadas o siliconadas, o como demonios se diga ahora, yo qué sé; siete años fuera del mercado sentimental lo dejan a uno un tanto anticuado en sus expresiones, pero... no están mal, sonreí.
Sonrío mucho últimamente, y no porque mi vida lo merezca, sino porque desde que me separé de Beatriz hace unos meses se me ha desbocado esa mueca amable. Será por algún mecanismo compensatorio, me imagino; quizá la felicidad sea inversamente proporcional a la cantidad de veces que uno sonríe. O quizá sea que la naturaleza se vale de un método tan elemental como éste para propalar: "Estoy solo, mi mujer me ha pedido una tregua para "decidir sobre lo nuestro", pero yo no pienso esperarla intentando terminar la novela que le prometí a mi editor para septiembre. Me doy vacaciones, estoy libre. Seguiré sonriendo".
Elocuentes que son las sonrisas si uno se detiene a observarlas. Desde que llegué a este hotel me he dedicado a vagar desde la piscina al spa, y del spa a la terraza, como todos los huéspedes, pero en ninguna parte había coincidido hasta ahora con las huéspedes de la 108, ni tampoco con la mujer que me acarició extrañamente la manga. O quizá sí. Es posible que con esta última me haya cruzado alguna vez, pero sin reparar en ella; no es el tipo de mujer en la que uno se fija, la verdad.
-Pues sí, señor, es una de nuestras clientes más fieles -me confirmó el maître a la hora de la cena, señalando con la barbilla (y no sin cierta devoción profesional) hacia la esquina en la que la dama cenaba sola.
-Viene aquí todos los años por estas fechas. Fernández, que es el más antiguo entre nosotros -añadió el maître-, dice que espera a alguien. Ya sabe cómo se comentan estas cosas en los hoteles: que si es una señorita que aguarda desde hace años a un novio que le juró volver, que si es una romántica que viene aquí para recordar un amor fugaz, vaya usted a saber. La señorita Estrella es como una institución en el hotel, pero no la llamamos por su nombre, al menos cuando hablamos entre nosotros, sería demasiado irónico, ¿no cree? Pobre señora, no hay más que verla para darse cuenta de que nunca en su vida ha tenido estrella. Por eso Fernández le ha puesto otro nombre, es muy ingenioso Fernández poniendo apodos a los huéspedes. A la señorita, por ejemplo, la llamamos Penélope.
-Claro, por la de Ulises -intervine. El maître me miró como al mayor de los ignorantes y dijo, mientras paseaba una servilleta sabia sobre el mantel recogiendo migas: Por la de Serrat, señor, ya sabe: Penélope se sienta en un banco en el andén y espera que llegue el último tren meneando el abanico, etcétera... Pero ahora, perdóneme, creo que me requieren las señoras.
Se alejó con esa rapidez que tienen los maîtres para cambiar el foco de atención y lo vi acercarse a las rubias, que acababan de ocupar una mesa junto a la ventana. ¿Cómo llamarían Fernández y él a estas dos huéspedes? ¿Pili y Mili? No, demasiado mayorcitas para eso. ¿Las viudas alegres? Demasiado obvio. Tontamente deseé que no fuera un apodo despectivo; empezaba a despertar en mí ese cazador de oportunidades sexuales, ese individuo elemental que, al parecer, todos llevamos dentro, algo no tan extraño en este caso, teniendo en cuenta que soy un novelista al que acaban de fugársele a la vez su mujer y la inspiración.
Es interesante observar cómo comienzan a tejerse los hilos de un cortejo. "En esta clase de lugares no hay más que tipos raros y gigolós", había oído decir a una de las rubias la primera vez que coincidimos. No era una observación simpática, pero ya me encargaría yo de desdecirla. Aunque soy un escritor en barbecho, no he perdido ese afán que todos tenemos por enmendarle la plana al destino. Además, cuando uno no puede escribir es cuando más fuerte siente la tentación de hacer literatura con la vida, de interferir en la historia de los personajes de carne y hueso que tiene más próximos. Porque, al fin y al cabo, ¿no es ésa la más sublime forma de creación?
Ahí estaba yo con las chicas dispuesto a emplear todo mi talento libresco y nos tomamos tres whiskys. A partir de la segunda copa la cosa se fue poniendo algo más interesante: que si ellas eran de Bilbao, que si yo de Madrid, que si yo estaba en tregua sentimental, que si ellas viajaban solas para alejarse un poco de sus maridos...
-Porque Ernesto es un pelmazo, pero es mi pelmazo -dijo la más guapa de ellas, siguiendo fielmente las reglas de un amorío accidental.
Un guión perfecto para mí, pensé: uno (o dos) amores de verano, con pasión pero sin continuidad; no podía decirse que fuera una trama digna de Henry James, pero con la urdimbre de la vida real no siempre se pueden tejer obras maestras.
Sin embargo, al tercer whisky me di cuenta de que no tenía ganas de precipitar las cosas. Además, desde el principio de la charla tuve una sensación incómoda, como si una extraña ventolera de esas que soplan en las islas se me hubiera instalado en algún lugar especialmente sensible de la nuca. Miré hacia atrás y sólo pude ver la cara triste de esa mujer, Estrella, o mejor dicho, Penélope, que parecía mirarme sin esperar nada. Dos veces más me volví mientras conversaba con las chicas.
-Estaréis de lo más sexy cubiertas de barros sulfatados -tonteaba yo mientras el whisky y la punzada en la nuca me empujaban otra vez a volver la cabeza. Entonces reviví el roce de la mano de aquella mujer sobre mi brazo. "Disculpe, lo confundí con otro", y noté sus dedos resbalar como si no quisieran que acabara ese recorrido. El alcohol, por su lado, me trajo retazos de la canción de Serrat que ni siquiera creía recordar: Con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón vestida de domingo.
- ¿Qué cantas, tesoro? -decía una de las guapas; pero a mí sólo se me ocurrió pedir otra copa, y es extraño, porque casi no bebo. Tampoco soy un romántico de bobadas, y mucho menos el buen samaritano, pero el whisky es generoso y aquella vieja señorita esperaba.
-¿Estás gilipollas o qué, tío? -dijo uno de mis ligues, y yo me di cuenta de que por encima de su cabeza alcanzaba a ver el reflejo de Penélope en uno de los espejos de la sala. Estaba sentadita con el bolso de croché sobre las rodillas muy juntas (pero si el bolso ni siquiera es de piel marrón, tonto, ¿qué estás a punto de hacer?, ¿de dónde te viene esta vena estúpida de pensar en dádivas extravagantes que nadie entendería?).
-Claro que te escucho. Dime, ¿hace mucho calor en Bilbao? ¿Cuántos años llevaría esperando aquella mujer? ¿Cuántos viviendo del recuerdo del roce de una mejilla, de un beso de despedida, dándole vueltas a cada escena para exprimir de ellas toda la savia que aún se obtiene de los placeres pretéritos? Pensé entonces que Penélope ya no tejía. Penélope no se desvivía sentadita en ningún banco de pino verde, sino que, segura de que su sueño jamás se haría real, se conformaba con migajas de sensaciones: con buscar en los desconocidos que veía pasar junto a ella en aquel hotel ínfimos detalles que le recordaran a aquel hombre, quien quiera que fuese. Y le bastaba muy poco alimento, una sonrisa, tal vez un gesto, el roce de una manga (la mía) para revivir otro roce muy viejo. Entonces, otra vez la canción: Penélope, uno a uno los ve pasar, mira sus caras, les oye hablar, para ella son muñecos.
De lo que ocurrió después no tengo un recuerdo nítido y se me atropellan los detalles. No sé bien cómo llegué arriba siguiendo el casto vaivén del bajo de su falda y de su bolsito de croché. Tampoco podría precisar en qué momento ella abrió la puerta de la 110 ni qué me dijo ni qué le dije yo. No sé si le besé la mejilla ajada de tanto esperar, si ésta estaba húmeda de viejas lágrimas o rejuvenecida por el inesperado reencuentro. Recuerdo, sí, una combinación rosa con puntillas escogidas como para el ajuar de una novia, un olor a violetas y el susurro de un nombre: "Mauricio, vida mía".
Ni sorpresa ni alarma. De esa manera, sin razones, simplemente basada en la complicidad del misterio, como diría Cortázar, Penélope vivió su noche de amor, y yo, la inquietante omnipotencia de saberme autor de la página más bella en la vida de otro. Sólo recuerdo esto, y nada más..., salvo el dejo dulce de una boca virgen que disipaba mi aliento a whisky y luego cómo, al salir al pasillo, con el aroma de violetas aún en el cuerpo y en la cara la expresión triunfal que sólo conocen quienes han logrado destejer los hilos del destino, oí sus risas de mujeres guapas y desdeñosas en la puerta contigua.
-Que duermas bien, Penélope, -pensé yo, dirigiéndome a la hoja cerrada de la 110. Y ellas, mirando mi pelo revuelto, mis pies descalzos, oliendo quizá el viejo perfume que ahora era mío, sonrieron.
-Ya te dije que en este lugar sólo había tipos raros y gigolós, Laura.
-Y de lo más pirados -concluyó la otra, metiendo la llave en la cerradura de la 108 como quien cierra de golpe el candado de un cinturón de castidad abierto por error para la persona inapropiada. - De lo más pirados, querida.
El último libro publicado de Carmen Posadas es Pequeñas infamias (Planeta)
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