La Agencia degradada
UNO DE los pilares insustituibles de un Estado democrático es la equidad fiscal, es decir, el convencimiento social de que todos los ciudadanos pagan los impuestos que corresponden por sus ingresos o patrimonio. En España, la institución que debe velar por este principio es la Agencia Tributaria. Una de las características más notables de los primeros tres años de legislatura del PP es precisamente la desastrosa gestión de la Agencia, a la que no se tuvo empacho en manipular políticamente en contra de la oposición -caso de la supuesta amnistía fiscal de 200.000 millones a los amiguetes del PSOE, en expresión desafortunada del presidente Aznar- y cuya eficacia en la persecución de los delitos tributarios debe haberse deteriorado mucho a tenor de la ausencia de cifras oficiales fiables sobre el balance de la tarea inspectora de los últimos años. La Agencia Tributaria es hoy una institución sin credibilidad ante los ciudadanos y una fuente de conflictos para la Administración y para los contribuyentes gracias a las decisiones u omisiones de sus máximos responsables políticos, el ministro de Economía, Rodrigo Rato, y el secretario de Estado de Hacienda, Juan Costa.Gran parte de la desdichada gestión de la Agencia se debe a la incapacidad de la dirección política del ministerio para dotar a la institución de un equipo estable de dirección. La Secretaría de Estado de Hacienda tiene la mala costumbre, probablemente inducida por las servidumbres políticas y por las insoportables tensiones internas que ha provocado la politización de la institución, de cambiar de equipo directivo cada pocos meses. En tres años, la Agencia ha tenido tres directores generales -Jesús Bermejo, José Aurelio García Martín y el actual, Ignacio Ruiz Jarabo-; y departamentos claves, como el de Inspección, han sufrido de la misma inestablidad directiva, con tres responsables al frente en el último trienio. Para no perder la costumbre, a mediados de agosto, con la impunidad de las vacaciones, los máximos responsables de la Agencia han relevado a ocho altos cargos de la organización, algunos tan importantes como la Delegación de Madrid, pieza clave para la implantación del nuevo impuesto sobre la renta.
Si se quiere mejorar la deteriorada imagen de la Agencia y su inoperancia fiscalizadora, son varias y muy duras las decisiones que este Gobierno debería adoptar. Pero una de las primeras es evitar la sensación de inestabilidad permanente que acucia a sus directivos, sometidos a un carrusel periódico de cambios inexplicados, caprichosos o simplemente políticos. No hay organización, por fuerte y consolidada que parezca, que soporte tal tiovivo de cambios sin que se deteriore la eficacia de los resultados y la confianza de sus funcionarios en la imparcialidad de sus jefes. La Agencia Tributaria necesita un equipo fuerte de dirección con capacidad e independencia para ejecutar los planes de gestión e inspección fijados -si es que existen planes que aplicar, pero ésta es otra historia- y a salvo de los vaivenes políticos o personales de la secretaría de Estado de Hacienda actual. El buen funcionamiento de la Agencia es una cuestión de Estado, y, si se perpetúa el clima actual de desidia y descontrol, se está poniendo en riesgo uno de los soportes de la sociedad democrática.
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