_
_
_
_
_
Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El teléfono de la doctora

Que cómo conocí a mi Adrián? Pues puede decirse que porque por aquel entonces, gracias a Dios, aún no existía la Viagra. Lo digo en serio.Ya la primera vez que llamaron preguntando por la consulta de la doctora Barbastro fui lo bastante irreflexiva como para contestar que sí, que yo era la doctora. La verdad es que había creído reconocer la voz de un antiguo novio al otro lado del hilo telefónico, y pensé que se trataba de una broma simpática, una forma de estrenar mi nuevo teléfono, mi nuevo apartamento, mi nueva vida, en definitiva. Cuando me di cuenta de que la cosa iba en serio, tuve que rectificar y pedir excusas como mejor pude a aquel individuo de voz angustiada, pero no le di mayor importancia.

Yo estaba encantada con mi casita recién puesta, incluso con mi nuevo número de teléfono, lleno de cincos y veinticincos. En cuanto sonaba, acudía a descolgarlo llena de emoción, aunque no podía ser nadie puesto que casi nadie lo conocía aún. La mayoría de las veces surgía la voz de un varón desconocido -no siempre el mismo, pero siempre varón, y siempre desconocido- para pedir hora a la doctora fantasma, y me veía obligada a ocultar mi fastidio y a informarle con la mayor cortesía posible de su error, de que sin duda aquél había sido en otro tiempo el teléfono de la doctora Barbastro, pero que ahora era el mío.

-¿Y no sabe el número de la doctora? -insistían algunos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

-No, no lo sé. Pregunte en Telefónica. Éste sería su antiguo teléfono, pero ahora me lo han adjudicado a mí.

-¿Y usted quién es?

-¿Y a usted qué le importa?

Busqué ayuda en Telefónica, pero no me hicieron ni caso -entonces ni había Viagra, ni Airtel, ni Perico de los Palotes-, y aunque debería haber insistido hasta dar con la doctora Barbastro y pedirle que mandara una circular a sus pacientes, por ejemplo, al final no me dio la gana, o es que siempre tiene una cosas más urgentes que hacer, apagar el agua de la ducha, cerrar la espita del gas, salir corriendo para no llegar tarde a una cita, todo eso, de modo que me acostumbré a desmentir la existencia de la doctora e incluso de Nanette, su enfermera o secretaria, y alguna amiga bromeaba cuando me oía descolgar con reprimida crispación:

-Tranquila, que no llamo a la doctora Barbastro, sino a ti, Mónica... Al cabo de los meses, como es natural, las llamadas empezaron a remitir. Y lo que son las cosas: juraría que empecé a echar de menos a mi doble, que lo que había llegado a odiar acabé añorándolo y que más de una vez hubiera deseado que llamaran preguntando por ella, sobre todo cuando me asaltaba la típica pesada de las encuestas (debo de estar en un listín de encuestados propicios, no sé por qué: pero ésta es otra historia). Además, el trato diario engendra costumbre, y la costumbre, cariño, y yo ya me había formado una imagen de la eficiente doctora, no tan joven ni tan madura, bonita, parecida a ella misma, un poquito más baja, quizá, y con una misteriosa cicatriz en una ceja, que no la afeaba y que ella, en vez de disimular, realzaba con discreta coquetería. En cuanto al carácter, supe adivinar que era Géminis, muy cálida y relajada en la intimidad, pero más bien seca y sobre todo firme, profesional con sus pacientes, que acudían a ella para librarse del estigma de la impotencia. Coincidió aquel descenso de llamadas con una crisis mía personal cuyos motivos no vienen ahora a cuento, y recuerdo que alguna vez pensé en acudir yo misma a la doctora Barbastro, aunque mi dolencia no encajara en su especialidad.

Ocurrió que una vez se me ocurrió lanzar la caña:

-No, no soy la doctora Barbastro, pero me encantaría conocerla -contesté a una de aquellas penúltimas llamadas.

El otro se quedaría de piedra, y yo me aficioné a dar esta respuesta, con distintos aunque siempre estériles resultados, hasta que un día, por fin, oí al otro lado una voz inusualmente joven, que se salía del tipo habitual, y me atreví a poner en práctica la idea más audaz:

-Al habla la doctora Barbastro -improvisé-. Tengo hueco el lunes, a las diez y cuarto. Si lo desea, le apunto. El individuo en cuestión era Adrián, Adrián Gómez, y se confesaba latinoamericano, como si ello bastara para justificar que no supiera dónde tenía yo la consulta. Dudé un momento, estuve a punto de desbaratar el enredo, pero había tal imploración y daño en su voz tímida, y además estaba yo tan loca ese día, que no tardé en decidirme:

-Ya sabe usted que yo voy a las raíces psicológicas del problema. Por eso la primera consulta es siempre en territorio neutral. ¿Le parece a usted bien Nebraska?

-¿Nebraska?

-Sí, la cafetería Nebraska, en la Gran Vía. -Lo que usted diga, Mónica Barbastro Santamarca.

Ya me sonó rara esa manera de hablarme, recalcando cada sílaba de mi bonito nombre, pero no estaba yo para detalles.

-Me reconocerá por un pañuelo rojo al cuello, un pañuelo otoñal, y por el maletín. ¿Usted cómo es?

-No se preocupe, me conocerá fácilmente.

Ni que decir tiene que no tenía la menor intención de acudir a esa cita y ni que decir tiene que acudí, aunque nunca he tenido maletín ni pañuelos otoñales. Adrián era tan joven que al principio ni ocurrírseme pudo que fuera él. Pero lanzaba esas miradas en torno, ponía cara de compungido impotente, y al final fuimos los dos los que hicimos un mismo gesto de acercamiento y sorpresa. -¿Doctora?

-¿Adrián?

Yo creo que estábamos los dos tan azorados, tan nerviosos, que por eso nos caímos bien. Después de un sándwich mixto y una copa de banana split, y luego un café, y un coñac extemporáneo, nada de nada: todavía no había conseguido él explicarme su problema ni yo aclararle el enredo, de modo que le sugerí que nos fuéramos a ver el Museo del Prado, y aquella tarde, ya en mi apartamento, Adrián me demostró que no tenía ningún problema de impotencia, que la vida no siempre aguarda a que la citemos de frente para arrancarse. Pasamos la tarde, el atardecer, la anochecida y la noche juntos, y por la mañana, Adrián estaba extraordinariamente taciturno y confesó sentirse culpable, horriblemente culpable:

-Yo no pretendía esto, yo sólo pretendía recuperarte.

-¿Recuperarme?

-Sí. Pero no de esta forma. Si te digo la verdad, nunca creí que Freud tuviera razón, nunca creí en Edipo...

Me costó convencerle de que yo no era su madre, la doctora Barbastro, de quien se había separado cuando tenía dos años y a ella la internaron en el centro donde luego iniciaría sus estudios de psicología. Había volado expresamente desde Perú para encontrarla, y no quería irse de vacío. Cumplía órdenes de su terapeuta. Hasta que no dimos con la auténtica doctora, con la madre de Adrián, con mi actual suegra, no se le borró esa carita de pena. Es una mujer joven, más joven que yo, y muy simpática, y tiene, sí, una linda cicatriz misteriosa. No me extraña que le vaya tan bien en la vida. En cuanto a Adrián, aquí está con nosotras, feliz y agasajado por partida doble. Es verdad que aquel pecado inaugural ya casi ha caducado, pero aún, de vez en cuando, aunque sólo sea en forma de recuerdo improbable, de fantasía caprichosa, le sacamos su juguillo y nos rinde su deleite. Lo más importante, en cualquier caso, es que seguimos queriéndonos. Cuento esto porque hay mucho malasombra por ahí que no entiende nada de nada y afirma que las cosas han de ser como son, y de ninguna otra manera. Yo, por el contrario, afirmo que la dicha es libre, liebre que salta donde menos se piensa. De un equívoco, por ejemplo, sin ir más lejos. O de una broma, y hasta de la vieja incuria parsimoniosa de la Compañía Telefónica cuando todavía era un monopolio, cuando todavía no existía la Viagra, que, por cierto, no sé todavía qué cosa es, ni si nos hará nunca falta.

El último libro publicado de Agustín Cerezales es La paciencia de Juliette (Alfaguara).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_