Un 'paquete' de cuatro años
Una niña congoleña fue lanzada por la valla de la frontera de Ceuta con el teléfono de su padre residente en Gijón
Son las cuatro y veinte de la madrugada de un miércoles cualquiera. Un guardia civil, encargado de vigilar la frontera en Ceuta, oye un ruido. Se acerca convencido de que va a localizar a uno de esos 20 o 25 inmigrantes que cada día intentan cruzar la valla que protege a la fortaleza europea. En el lado marroquí ve una sombra que se escapa. Uno más que lo volverá a intentar, piensa. Pero no.Se oye el llanto de un niño. Cuando el agente se acerca, comprueba que una niñita de unos cuatro años está allí, en medio de la carretera que pasa entre las dos vallas fronterizas, con una altura de 2,7 metros, asustada. Y llora. La sombra se había descolgado por la cerca, y había dejado a la niña -"una monería", según los agentes- para que la recogiera la policía.
Después de la primera sorpresa, viene la más fuerte. La pequeña lleva un papel donde se puede leer: "Clarice, fille de Moubiala Kipupa, nationalité R.D.C, exZaire, tlf 0034..." y el número de un móvil. Inmediatamente se localiza al padre, que vive en Gijón y se lleva un susto de muerte: "No como desde que me lo han dicho". Pero esta historia no empieza aquí, en una verja de Ceuta, sino, como muchas otras, en una guerra. Moubiala tiene 32 años, y siempre había vivido en Kinshasa, capital de la actual República Democrática del Congo, el antiguo Zaire. Se dedicaba a "cortar el pelo a mujeres", pero también, y ésa fue su desgracia, cantaba en una banda de música en los desfiles y fiestas que organizaba el dictador Mobutu Sese Seko.
Hace algo más de dos años, cuando llegó Laurent Kabila al poder, asustado -"mucho problema, mucha muerte"-, se metió en un carguero y dejó allí a su mujer, de 28 años, y a sus tres hijos. Dos chicos, de 14 y 10, y Clarice, que ahora tiene cuatro. Eso sí, se llevó con él todas las fotos. Tras 25 días de polizón en las bodegas -"tal vez más, perdí la cuenta", dice- llegó a "Sebta", como llama él a Ceuta. Consiguió llegar hasta Calamocarro, el campamento de refugiados donde aún hay más de mil personas, y allí estuvo tres meses.
Al final, la Cruz Roja pudo llevarle hasta Gijón, donde está sin trabajo, viviendo de la asistencia social. Está haciendo un curso del Inem de soldador, lleva cuatro meses y espera encontrar trabajo. Pero de momento sólo tiene la condición temporal de refugiado político.
Desde el principio, su obsesión era la familia. Hace tres meses, desesperado, mandó sin mucho optimismo una carta a Kinshasa en la que dejaba su dirección y, clave de la historia, su teléfono en España. Tal vez no hiciera falta, porque él ya se había encargado de dejar en la Cruz Roja de Ceuta una foto de su hija. Por si acaso.
Lo que a él le hubiera gustado es mandar algo de dinero en esa carta, pero no lo tiene, así que se limitó a dar sus señas.
No ha recibido contestación, así que no tiene idea de cómo ha podido llegar hasta Ceuta su hija. Tampoco sabe si ha sido la madre la que la ha descolgado por la verja, ni dónde están los otros dos hermanos.
La Guardia Civil -que ayer interceptó en el Campo de Giblaltar a 32 inmigrantes marroquíes, tres de ellos menores de edad, aunque no tan pequeños como Clarice- tampoco puede saberlo porque en la oscuridad de la madrugada el agente ni siquiera pudo comprobar si esa sombra que huía era un hombre o una mujer, ni los ropajes que llevaba. Además, enseguida vio a la niña y ni se planteó tratar de localizar a quien la había dejado allí. Pero no puede andar muy lejos. Moubiala está "muy contento" porque piensa que pronto podrá ver a su hija, y sabe que está bien. Pero también, muy nervioso, cuenta que lo que le preocupa ahora es que "los blancos, los europeos", con los que dice que es "muy amable", le den un trabajo para mantener una carga con la que no contaba. Tiene muy claro que los europeos son culpables de los problemas de África, así que casi exige que alguien dé una salida a su difícil situación. "Las cosas son mucho problema aquí en España". Clarice, de momento, está bien cuidada. Los guardias consiguieron calmar su llanto enseguida, y ahora descansa en un centro de acogida de menores. Se llama San Ildefonso, depende de la ciudad autónoma y está enclavado en el barrio del Príncipe, el lugar más conflictivo de la ciudad. Allí la cuida una asistente, que no quiere hablar por respeto a los menores. Pero todos garantizan que está sana y que pronto se juntará con su padre. Ajeno a todo esto, el Nene, famoso narcotraficante, trapichea en una esquina de la calle donde está el centro.
A este lugar suelen llevar a los niños marroquíes que se cuelan en Ceuta, especialmente durante la Operación Paso del Estrecho, cuando la confusión es total. Vagan por las calles, trapicheando, hasta que la policía los localiza y los trae aquí para que los atiendan. La ley impide que sean expulsados como los adultos. Sin embargo, varias asociaciones han denunciado que muchas veces se les acompaña hasta la frontera de manera totalmente ilegal. Pero eso pasa con los menores de 10, 12 años, no con Clarice, incapaz de hacer nada más que esperar. Moubiala está confuso porque, con su español que aún renquea, no ha entendido todavía si tiene que ir él a buscar a Clarice hasta Ceuta. "No tengo dinero para eso", clama. Serán los servicios sociales los que se encarguen de llevar a Clarice hasta Asturias para que se encuentre con su padre.
Ahora Moubiala sólo piensa en ver a su "jija". Y luego, en localizar a quien la dejó en la frontera, porque es muy posible que fuera su propia madre. Ella estará con los otros dos hijos, piensa. "No los dejaría solos", dice Moubiala.
"Cuando mandé la carta estaba triste porque no podía enviar dinero, pero nunca imaginaba que éste iba a ser el resultado", dice muy nervioso. Su alegría se mezcla con el agobio del dinero y los papeles, en los que no deja de pensar. Además, el curso del Inem sólo es por la mañana, así que tiene toda la tarde para darle vueltas a la cabeza y pensar en su familia: "Necesito vivir con ellos, no puedo seguir así, hace más de un año que no les veo".
Dentro de dos meses, el curso acabará y sólo espera encontrar pronto un trabajo para mantener a esa niña con la que ni soñaba reencontrarse. No sabe nada sobre su futuro, ni si podrá algún día ver al resto de su familia, pero tiene clara una cosa: "Pase lo que pase, yo voy a morir junto a mi hija".
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