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Tribuna:EL DERRIBO DE 'LA PAGODA'
Tribuna
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Arquitectura en extinción: el fin de los laboratorios Jorba

En el lateral de la carretera de Barcelona, varias máquinas golpean contra el esqueleto indefenso de la torre de oficinas de los antiguos laboratorios Jorba, del arquitecto Miguel Fisac. Los últimos despojos del edificio mutilado por los golpes se resisten en vano. Aun como despojo arruinado conserva parte de su fuerza original. La sorpresa y la indignación son brutales. Me vienen a la cabeza recuerdos. Eva comenta que ha encontrado un lugar ideal para la escena final de la película que tiene en proyecto: "He encontrado un edificio con plantas giradas al borde de la carretera de Barcelona. Parece una nave espacial. Durante la escena podría proyectar luces desde el exterior...". Recuerdo otros días camino del aeropuerto con amigos extranjeros; es imposible no volver la cabeza. Se fijan en el edificio; es extraño, a unos les encanta, les recuerda una pagoda, y a otros les parecen un poco "macarras" esos pinchos de la cubierta, como...Ha vuelto a suceder, una parte de la memoria de Madrid ha sido arrancada brutalmente, con premeditación y alevosía, cuando los medios de comunicación y muchos ciudadanos se encuentran de vacaciones, y las polémicas emergen con menos virulencia. Es un edificio que podrá o no gustar, que tendrá más o menos valor arquitectónico según opiniones, pero un edificio al que no se le puede negar su valor como construcción singular y apuesta innovadora. A Madrid le falta algo, una parte de su pasado reciente más innovador y experimental se ha borrado. El mensaje: "No tratéis de avanzar y experimentar en esta ciudad porque vuestros esfuerzos serán vanos". Hoy a Madrid se le ha amputado un hito urbano, se nos ha arrancado una parte de nuestras vivencias y referentes colectivos. Resulta dolorosamente irónico que el edificio esté situado en la carretera que une Madrid con Barcelona, ciudad que recientemente ha recibido la medalla de oro del Royal Institute of British Architects (RIBA), que por primera vez ha sido concedida a una ciudad en su conjunto.

Al colectivo de ciudadanos sensibles a lo que ocurre en su ciudad en general, y al autor de la obra en particular, se les ha dado completamente de lado. Los esfuerzos y voluntades que tuvieron que convergir para que una obra de esas características fuera posible han sido borrados. Es fácil imaginar las dificultades técnicas, económicas y de consenso con el cliente que la voluntad de existir del edificio tuvo que superar.

Pero no es el primer golpe que recibe el patrimonio cultural de Madrid. Hace unos meses le tocó el turno a las viviendas proyectadas por Fernando Higueras en la plaza de San Bernardo de hormigón visto, con esas enredaderas que las cubrían, produciendo la sensación de una naturaleza abrupta incrustada en plena ciudad. Les habían arrancado todas las plantas y el hormigón visto de la fachada estaba siendo pintado. Lo único que pude sentir fue repugnancia por la pátina babosa y uniforme que lo cubría todo, esa grima que se siente al ver pequeñas réplicas de esculturas clásicas cubiertas de pinturas nacaradas que pueblan comercios de dudoso gusto.

También nos vienen a todos imágenes del digno pavimento de grandes losas de granito del paseo de la Castellana sustituido por un mediocre pavimento de plaza de extrarradio. Como aportación a la regeneración de la ciudad se encuentran "figurillas" y "fuentecillas" que van invadiendo por doquier hasta el último milímetro de nuestro espacio urbano, por no hablar del horroroso y molesto mobiliario urbano de plástico imitando a la fundición, que obstaculiza nuestros movimientos como peatones. El solo recuerdo de las retrógradas figurillas de la violetera o el cabezón de Goya, y otras estatuillas representando demagógicas palomas de la paz supuestamente abstractas, o individuos a partir de palitroques endebles. Uno se pregunta cuánto tardarán las figurillas de yeso de pan de oro y las flores de miga de pan en tomar nuestras plazas. En un recorrido por Madrid nos vemos sometidos a continuas y brutales agresiones contra el mínimo decoro, sufriendo continuos puñetazos visuales de la peor calaña. Es como si para nuestros gobernantes toda la ciudad se hubiese convertido en una de esas estanterías atiborradas de pequeñas figuritas de distintos tamaños y colores y con los motivos más absurdos que podamos imaginar, compradas en las tiendas de todo a 100, principal referente cultural de nuestra ciudad. Es la cultura de lo falso, de lo que quiere ser y no es, de la ostentación paleta. Todo es réplica; trata de parecerse o recordar a algo. Todo es falso, todo blando y baboso como las mentes fofas que lo generan. No olvidemos que críticas como éstas fueron hechas ya hace un siglo por personajes como Viollet-le-Duc.

Madrid es como ese pueblacho de pequeños burgueses en el que las fachadas de piedra van siendo recubiertas por baldosines que hacen aguas, los suelos empedrados son sustituidos por losetas coloreadas de hormigón prensado y las molduras aparecen por doquier. El miedo al vacío exterior que viene de un enorme vacío interior.

Mientras esto sucede, los profesionales que se han especializado en estos menesteres en la propia universidad pública pagada por todos van siendo relegados a un segundo plano. Arquitectos y artistas con ideas van siendo olvidados en la toma de estas decisiones. Mientras tanto, políticos y técnicos serviles van haciendo y deshaciendo a su antojo sin ninguna idea de futuro desde los detalles más nimios hasta las grandes operaciones urbanas. Son soluciones parciales, banales, demagógicas y absolutamente superficiales; el fondo no importa, sólo se trata de engañar a los sectores de la población más manipulables, y todo vale. El ingente potencial de arquitectos y artistas de los que disfruta la ciudad se desperdicia porque no existe ninguna verdadera voluntad de hacer bien las cosas y evolucionar en la búsqueda de un mejor espacio habitable para nuestras vidas cotidianas. No hay concursos decentes, ni ideas de futuro para la ciudad que desarrollar aparte de hacer más y más túneles. Las protestas de estos colectivos son ignoradas, la prepotencia de los gobernantes les impide dialogar con lo que consideran "ataques políticos". Mezquindad y oídos sordos son las únicas respuestas de uno de los alcaldes más retrógrados y paletos que se recuerdan, digno heredero de Fernando VII, reinado durante el cual el pueblo de Madrid salía a las calles gritando "viva la muerte".

Madrid se nos está muriendo entre las manos. Ahora el edificio de Fisac, dentro de poco el Banco de España, pronto serán Torres Blancas: ¡quién sabe si no empezarán a caer en el futuro museos y bibliotecas! Todo vale cuando se trata de conseguir unos cuantos metros cuadrados más para especular, da igual que sean metros cuadrados anodinos y sin espíritu. Se impone la alternativa cuantitativa, paleta de pequeño gran propietario que entiende la ciudad como un enorme cerdo del que hay que aprovechar cada metro cuadrado sin importar el precio que tenga que pagar la ciudad.

No se trata de conservar todo lo que existe, se trata de conservar aquello que realmente tiene voluntad de existencia. Es muy sencillo: es lo mismo que sucede con las especies animales en peligro de extinción. Cuando una especie es lo suficientemente singular y su supervivencia se ve amenazada, se la protege no porque sean más bonitas o feas, sino por la singularidad de su código genético. Con los edificios y otros elementos de nuestro entorno artificial sucede lo mismo. Se debería aplicar la misma filosofía. Se trata de dar protección a aquellos objetos construidos que tienen la suficiente originalidad y fuerza en su concepción y capacidad de permanencia en la memoria colectiva como para que su presencia se convierta en necesaria. El edificio de Fisac era como una rara especie de ornitorrinco, un raro ejemplar que sobrevivía en una zona del extrarradio madrileño. Este singular código genético hoy ha sido llevado hasta su extinción y ha pasado a formar parte de los edificios singulares arrasados por las guerras y por la estupidez humana.

Alberto Alarcón García es arquitecto.

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