Qué raro
A los tres meses de dejar de fumar me regalaron un móvil del tamaño de un paquete de tabaco. Lo llevaba en el mismo bolsillo donde antes guardaba los cigarros, y después de comer sacaba el teléfono y tiraba de la antena, que tenía las dimensiones de un Marlboro. No llegué a fumármela, aunque no por falta de ganas. En lugar de eso, hablaba con algunas de las personas cuyos números estaban memorizados en el trasto. "En realidad", solía advertir al interlocutor, "estoy fumándote más que hablando contigo, no me hagas mucho caso". La mayoría eran ex fumadores que habían sustituido el paquete por un móvil y se hacían cargo de la situación.En seguida me di cuenta de que en cierto modo continuaba fumando como un loco. No encendía ningún cigarrillo, pero tampoco dejaba de pensar en ellos. Toda mi vida giraba en torno a esa ausencia que intentaba sustituir con el volumen del móvil en el mismo bolsillo donde antes llevaba el paquete de tabaco. Era como esas personas que aseguran haber abandonado una relación sentimental que les hacía daño, aunque son incapaces de hablar de otra cosa. Más que haber dejado el tabaco, pues, me había convertido en el tabaco, ardiendo igual que él, con una brasa que tras consumir el alma discurría implacable hacia la boquilla, arrasándolo todo. Me hacía más daño la abstención que la nicotina, por lo que decidí dejarlo de verdad. En otras palabras: olvidarlo.
Guardé el móvil, pues, en un cajón con cerradura y tiré la llave a la alcantarilla, para no caer en la tentación de cogerlo cuando lo oyera sonar. Y me compré un paquete de tabaco que tenía el tamaño del móvil, para sustituir una cosa por otra. Cuando me daban ganas de fumar, sacaba el paquete del bolsillo, extraía a medias uno de los cigarrillos, como si fuera la antena, y fingía hablar con alguien. Lo malo es que un día me respondió otro ex fumador desesperado y al poco di con mis huesos en el frenopático, donde el psiquiatra me aseguró que fumar no era tan grave. "¿Y hablar por teléfono?", pregunté. "Tampoco", dijo. De manera que ahora hago las dos cosas a la vez, sin culpa, habiendo alcanzado un grado de sosiego inexplicable. Qué raro es todo.
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