Valencia, Mercado Central
Suena como estación central, como estación término. Aquí desembocan los productos de todos los orígenes, de todas las clases, de todos los reinos. Recordemos. El reino animal, el vegetal, el mineral; la verdad es que este se encuentra poco representado, pero los otros de forma soberbia, excesiva, colorista, alegre y bulliciosa. Las tripas, el vientre de la ciudad. Así se ha denominado durante siglos a los mercados. Del uno al otro confín, desde los desiertos africanos a las selvas de culturas precolombinas en América, o en China hace miles de años, los comerciantes se han agrupado físicamente, geográficamente, para poner al alcance de los compradores toda suerte de productos, en el caso que nos ocupa alimenticios. Cuentan que ya en las colinas de Roma, antes de que ésta fuese capital de un Imperio, las caravanas de sal que recorrían lo que sería Europa, crearon un campamento que devino en mercado permanente, y al que para salvarlo de los salteadores tuvieron que proteger con una muralla que lo rodease. Se había concebido el mercado actual. Y como no podía ser menos, en esta ciudad se construyó el ejemplo de todos los que deberían de venir. El arquitecto Apolodoro, bajo el patrocinio del Emperador Trajano, construyó un foro donde a manera de las grandes superficies actuales se mezclaban puestos de venta de alimentos con todo tipo de centros de diversión o de cultura, con sus servicios financieros y lugares destinados al culto. No viene de ahora el pagar precios exorbitantes por los traspasos, los vendedores de animales pugnaban por conseguir plaza al lado de los centros religiosos donde se ofrecían sacrificios, ya que puestos a matar un pollo en honor de quien fuese, era más cómodo comprarlo en el sitio que acarrearlo desde la región de procedencia. En los mercados, también desde la antigüedad se han agrupado los comerciantes según el tipo de mercancía, se supone que por criterios racionales, para facilitar al comprador la elección entre productos similares. Todos estos elementos se reproducen en el Mercado Central de Valencia con las limitaciones, claro, del espacio y los sacrificios animales. En un edificio modernista, amplio y despejado, uno de los mayores de Europa, conviven agrupados por secciones los productos más apetecibles. Con puertas abiertas a todos los rumbos, sus ladrillos rojos rellenan los espacios que se conforman por las estructuras metálicas, como si de una Torre Eiffel gastronómica se tratara, en la que, sobresaliendo de todas las naves, la cúpula central se eleva potente y diáfana hacia las alturas. Dentro, la distribución de los comerciantes se realiza en función de su actividad. Rodeando interiormente la nave principal se presentan los productos cárnicos; allí cuelgan las terneras, los corderos, más allá los pollos, los conejos, y entremezclados con todos ellos los jamones, los embutidos, los derivados del cerdo, las inmensas ristras multiformes, semejando guirnaldas a mayor honra del príncipe de los mataderos. En el interior de la inmensa tripa de acero y barro cocido, formando pasillos, las frutas y las verduras, que forman el núcleo central de las mercaderías. Con ellas los puestos se desparraman, se expanden multicolores, se desbordan de sus espacios físicos naturales y ocupan los aledaños de muchos de los espacios donde se expenden. Los colores dependen de la época, pero predominan en todo caso los verdes y los rojos, los pimientos, las judías con todas sus variedades, que en Valencia son legión, los guisantes. Luego pasamos a las que otrora se llamaron raíces, los bulbos, las cebollas puerros, la humilde y socorrida patata. Y las frutas, más color, más variedad; nativas o importadas, en todo caso vistosas, atractivas. Y entre semejante maremágnum, la pieza de coleccionista, las setas, especiales, naturales, cuidadosamente buscadas por los gourmets, o las hierbas aromáticas, las ensaladas distintas, cualquier elección es posible si se sabe buscar, si se recorre el territorio con ojos de escrutador de incunables. Y en nave adjunta, para que los olores no se contaminen, los pescados, los mariscos, todos los frutos del mar, o de la piscifactoría, a lo largo de inmensos mostradores de mármol blanco, chorreantes de agua y hielo, dejando entrever ese frescor que tuvieron y que se les intenta preservar por todos los medios. Rodeando el exterior, los útiles para cocimiento de los productos del interior. Misión cumplida.
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